viernes, 22 de octubre de 2010

el derecho materno demetríaco, por J. J. Bachofen

El matriarcado

J. J. Bachofen

De todos los relatos que dan testimonio de la existencia y la organización interna del matriarcado, aquellos referentes al pueblo licio son los más claros y de mayor valor. Los licios, señala Herodoto, ponían nombre a sus hijos no como los griegos, a partir del padre, sino exclusivamente a partir de la madre; ponían de relieve en los datos genealógicos solamente la línea materna y juzgaban la categoría de los niños únicamente según la de la madre. Nicolás de Damasco completa estos datos al poner de relieve el derecho de sucesión exclusivo de las hijas, que él atribuye al Derecho consuetudinari licio, la ley no escrita, otorgada por la divinidad según la definición de Sócrates. Todos estos usos son manifestaciones de una misma y única concepción básica. Herodoto no veía en ellas nada más que una singular desviación de las costumbres helénicas, pero la observación de su coherencia interna debió llevar a una interpretación más profunda. No nos enfrentamos al desorden y la arbitrariedad, sino al sistema y la necesidad, y puesto que se negó sistemáticamente toda influencia de una legislación positiva, la suposición de una anomalía carente de significado perdió la última apariencia de autenticidad.

Del principio patriarcal greco-latino se separa un Derecho de familia completamente opuesto, tanto en su base como en su estructura y por medio de la comparación de ambos, se pondrán de manifiesto más claramente las particularidades de cada uno. Esta interpretación se vio confirmada gracias a los descubrimientos de concepciones semejantes en otros pueblos. El derecho de sucesión exclusivo de las hijas según el Derecho licio se corresponde con el también exclusivo deber de las hijas de alimentar a sus padres ancianos, según la costumbre egipcia de la que da testimonio Diodoro. Esta prescripción parece consumar el desarrollo del sistema licio y así una noticia de Estrabón sobre los cántabros nos lleva a otra consecuencia de la misma concepción básica, la elección del cónyuge y el pago de la dote de los hermanos por las hermanas. Si se funden todos estos rasgos en unas ideas comunes, entonces encierran una enseñanza cuya signficación está ampliamente generalizada. Por medio de ella se establece la convicción de que el matriarcado no pertenece a ningún pueblo determinado, sino a un estadio cultural, que por lo tanto y como consecuencia de la semejanza y carácter normativo de la naturaleza humana, no puede depender de ser restringido por una identificación con algún pueblo en concreto y que finalmente la semejanza de las manifestaciones aisladas debe ser menos tenida en cuenta que la armonía de la concepción básica.

A la consideración de las noticias de Polibio sobre las cien casas nobiliarias de los locrios epicefirios distinguidas por línea materna, se añaden, en la serie de puntos de vistas generales, todavía dos más de gran coherencia interna, cuya autenticidad y significado se han confirmado a lo largo de esta investigación. El matriarcado se desarrolla en un periodo cultural más primitivo que el sistema patriarcal; con el victorioso ascenso de este último, su esplendor comienza a marchitarse. De acuerdo con esto, las formas de vida ginecocráticas se muestran claramente en aquellos pueblos que se contraponen a los griegos como razas más antiguas; son un componente esencial de aquella cultura originaria cuya fisonomía peculiar está íntimamente relacionada con el predominio de lo materno, lo mismo que la del helenismo lo está con la supremacía de lo patriarcal. Estos principios, extraídos de un número insignificante de hechos, obtienen una irrefutable confirmación en el curso de la investigación por medio de una cantidad cada vez más abundante de apariciones.

Los locrios nos llevan hasta los léleges, y a éstos se unen los carios, etolios, pelasgos, caucones, arcadios, epeos, minios, telebeos, y en todos ellos aparece el matriarcado y la civilización basada en él se distingue en una enorme variedad de rasgos particulares.

El fenómeno del poder y la grandeza femeninas, cuya consideración ya provocó la sorpresa de los antiguos, dio a toda descripción etnográfica -aunque su pintura quería ser particular-, el mismo carácter de antigua elevación y de originalidad absolutamente diferente de la cultura clásica. Conocemos la idea básica que sigue el sistema genealógico de la Naupácticas, las Eeas o el Catálogo, del que nace la unión de una madre inmortal con un padre mortal, el realzar la propiedad y el nombre maternos, la cordialidad de la fraternidad materna, en la que se basa la denominación “Tierra Madre”, la superior santidad del sacrificio femenino y ante todo el carácter no expiable del matricidio.

Las formaciones del Derecho de familia en las épocas conocidas de la Antigüedad no son situaciones originales; antes bien se trata de consecuencias de niveles de cultura precedentes. Consideradas en sí mismas, aparecen solamente en su realidad, no en su causalidad; son hechos aislados, pero como tales, a lo sumo tema de conocimiento, no de entendimiento. El sistema patriarcal romano, a través del rigor con el que se produce, indica uno más primitivo, que tuvo que ser combatido y contenido.

En la ciudad de la hija de Zeus, Atenea, el patriarcado, revestido de la pureza de la naturaleza apolínea, parece la cima de un desarrollo cuyos primeros niveles deben haber pertenecido a un mundo de ideas y condiciones completamente diferentes. ¿Cómo entenderemos el final si los comienzos son un enigma para nosotros? ¿Pero dónde pueden conocerse? La respuesta está clara: en el mito, imagen fiel de la época más antigua; o aquí o en ningún otro sitio. La necesidad de un conocimiento coherente a menudo ha llevado a intentar lograr alguna satisfacción a través de la especulación filosófica de la añoranza del conocimiento de los orígenes, y a llenar las grandes lagunas que el sistema cronológico presentaba con las formas vagas de un juego intelectual. ¡Extraña contradicción, querer rechazar el mito a causa de su poesía y al mismo tiempo abandonarse tan confiadamente a una Utopía particular! La siguiente investigación evitará cuidadosamente cualquier tentación de esta clase.
Con precaución quizás demasiado medrosamente siguiendo todos los recodos y ensenadas de la orilla, evita la alta mar, sus peligros y azares. Donde no se dispone de experiencias tempranas hay que probar sobre todo lo particular. Solamente la riqueza de detalles ofrece las comparaciones necesarias, y mediantes éstas capacita para diferenciar lo esencial de lo accesorio, lo legítimamente general de lo local; sólo tal riqueza proporciona los medios para construir puntos de vista cada vez más amplios. Se le ha reprochado al mito que no permite poner pie firme en ninguna parte de sus arenas movedizas. Pero este reproche no afecta a los hechos, sino al modo de tratarlos. Multiforme y cambiante en su aspecto, el mito sigue no obstante leyes determinadas y no es menos rico en resultados firmes y sólidos que cualquier otra fuente de conocimiento histórico. Producto de un período cultural en el que la vida de los pueblos todavía no había perdido la armonía con la Naturaleza, compartía con ésta la legitimidad inconsciente que siempre falta a las obras de libre reflexión. Por todas partes sistema, por todas partes continuidad; en todos los detalles aparece la expresión de una gran ley fundamental que en la riqueza de sus manifestaciones tiene la mayor garantía de verdad intrínseca y necesidad natural.

La cultura ginecocrática muestra la uniformidad de un pensamiento dominante en un grado particularmente alto. Todas sus manifestaciones son coherentes, tienen la fisonomía de un nivel de desarrollo del espíritu humano cerrado en sí mismo.

El principio materno en la familia no puede ser considerado como un fenómeno aislado. Una civilización que comprende el esplendor del helenismo es incompatible con ella. La misma oposición que domina el principio paterno y el del Derecho materno, necesariamente tiene que imponerse en toda forma de vida que rodee a cualquiera de los dos sistemas. La primera observación en la que esta lógica de la ideología da resultado está en la preferencia del lado izquierdo ante el derecho. La izquierda pertenece a la potencia natural femenina enfermiza y la derecha a la masculina activa. El papel que la mano izquierda de Isis desempeña en el país del Nilo, mimado por el Derecho materno, es suficiente para aclarar la relación puesta de manifiesto. Otros hechos afluyen en mayor cantidad y le aseguran su importancia, universalidad, originalidad e independencia del influjo de la especulación filosófica. En los usos y costumbres de la vida civil y cultural, en las singularidades del vestido y del peinado, y no menos en el significado de expresiones particulares se repite siempre la misma idea, el major honor laevarum partium y su relación interna con el Derecho materno.

No es menor el significado de una segunda expresión de la misma ley fundamental, el dominio de la noche sobre el día, procedente de su seno. El mundo ginecocrático fue absolutamente contrario a la relación opuesta. Ya los antiguos alineaban la preferencia de la noche y la de la mano izquierda, y ambas con el dominio del principio materno; también aquí, vetustas costumbres: la cronología según las noches, la elección de la noche para luchar, deliberar, dictar sentencias, la referencia de la oscuridad para actos de culto, muestran que nosotros no tenemos que tratar con ideas filosóficas abstractas de origen tardío sino con la realidad de un modo de vida originario.

La distinción de la situación de la hermana y del benjamín se presentan como instructivos ejemplos. Ambos pertenecen al principio materno del Derecho familiar; ambos son adecuados para demostrar la idea fundamental del mismo en aspectos nuevos.
El significado de la situación de la hermana se aclara mediante una nota de Tácito sobre la concepción germánica de la misma y un informe análogo de Plutarco sobre costumbres romanas demuestra que nosotros tenemos que tratar aquí no con una concepción local y casual, sino con la consecuencia de una ideal fundamental general. La distinción del benjamín vuelve a encontrar un reconocimiento más general en la historia de los héroes de Filóstrato, una obra muy importante, aunque tardía para la aclaración de las ideas antiguas. Ambos rasgos se rodeanaa de un gran número de ejemplos que tomados ya de la tradición mítica ya de situaciones históricas de pueblos antiguos o actuales, demuestran a la vez su universalidad y su originalidad.
No es difícil saber a qué parte del pensamiento ginecocrático se asocian uno u otro aspecto. La distinción de la hermana ante el hermano sólo da una nueva expresión a aquélla de la hija ante el hijo; la del benjamín fundamenta la continuación de la vida en la rama del linaje materno que siendo la última también será la última en ser alcanzada por la muerte. ¿Necesito ahora indicar qué nuevas explicaciones preparan estas observaciones? ¿Cómo el juicio del hombre según las leyes de la vida natural, que lleva a la preferencia por el retoño de la primavera más reciente, nos presenta al matriarcado como la ley de la vida material y no de la espiritual, a la ideología ginecocrática como el resultado de considerar la existencia humana desde un punto de vista materno-telúrico y no paterno-uránico? ¿O bien es preciso llamar la atención sobre cómo muchas sentencias de los antiguos, cómo muchos aspectos de Estados ginecocráticos son aclarados por la idea germánica, comunicada por Tácito, del resultado de la unidad familiar asociada a la hermana, y hecho útiles para el desarrollo de nuestra obra? El mayor amor hacia la hermana nos introduce en una de las partes más dignas de la existencia basada en el principio materno.

Hemos puesto de manifiesto en primer lugar el aspecto jurídico de la ginecocracia, y ahora entramos en contacto con su significado moral. Aquél nos ha sorprendido por su contraste con lo que nosotros acostumbramos a considerar como Derecho familiar natural, y molestado mediante su ininteligibilidad inicial, y por el contrario éste no encuentra buena acogida en un sentimiento natural normal en cualquier época, que le ofrece en cierto modo la comprensión por sí mismo. En los niveles más profundos y tenebrosos del ser humano, el amor que une a la madre con los frutos de su vientre constituye el foco de la vida, la ley particular de las tinieblas morales, el deleite en medio de la profunda desgracia.

La observación de pueblos actuales de otras partes del mundo, que de nuevo haría conocer estos hechos, ha puesto en claro también aquellas tradiciones míticas que mencionan a los primeros philopátores y cuya aparición se realza como un importante punto de inflexión de la civilización humana.
La íntima relación del niño con el padre, la abnegación del hijo para con su progenitor, exige un grado de desarrollo moral más alto que el amor materno, esta misteriosa fuerza que penetra a todo ser de la creación terrestre. Después de él brilla aquél depués se muestra su poder. Aquella relación en la que la Humanidad primero se eleva hacia la civilización, que sirve como punto de partida del desarrollo de toda virtud y de la construcción de todos los aspectos más nobles del ser, es la magia del matriarcado que en medio de una vida llena de fuerza es eficaz como principio divino de la vida, de la concordia, de la paz. En los cuidados del feto la mujer aprende antes que el hombre a extender su amante cuidado hacia otro ser sobre los límites del propio yo, y a dirigir todo el ingenio que posee su espíritu a la conservación y embellecimiento del ser ajeno.
Pero el amor que surge de la maternidad no abarca solamente un círculo íntimo, sino otro más amplio y general. Tácito que indica estas ideas limitándose a la relación sororal entre los germanos, puede haberse dado cuenta apenas del significado total que le sale al encuentro y de la extensión ulterior en la que se confirma históricamente. Lo mismo que en el principio paterno yace la limitación, en el materno destaca la generalidad; al igual que aquél trae consigo la limitación a un estrecho círculo éste no conoce ninguna restricción como tampoco la vida de la Naturaleza. De la maternidad que da a luz surge la hermandad general de todos los hombres cuya conciencia y reconocimiento se hunde con la formación de la paternidad. La familia fundada en el patriarcado se aísla en un organismo individual y la matriarcal por el contrario lleva aquel carácter típico-general con el que comienza todo desarrollo y que caracteriza la vida material frente a la espiritual superior.
Todo vientre de mujer es imagen de la Madre Tierra, Démeter dará a luz hermanos de los hijos de las otras; el país natal sólo conoce hermanos y hermanas, y esto será así hasta que con la formación de la paternidad se disuelva la uniformidad de la masa y la no diferenciación sea vencida por el principio de la división. Este aspecto del principio materno ha encontrado expresión en los Estados matriarcales e incluso reconocimiento legalmente formulado. Sobre esto descansan aquel principio de libertad e igualdad generales que encontraremos como rasgo fundamental de la vida de los pueblos ginecocráticos, la xenofilia y la decidida antipatía hacia las limitaciones de todo tipo, el significado amplio de ciertos conceptos que como el paricidium romano sólo más tarde confundieron el sentido general natural con el individual más limitado, y finalmente el especial elogio del carácter familiar y de una sympátheia que sin conocer fronteras abarcaba igualmente a todos los miembros del pueblo. Ausencia de discordia, antipatía hacia ella, es lo especialmente elogiado de los Estados ginecocráticos. Aquellas grandes Panegirias en las que todo el pueblo se regocijaba en los sentimientos de fraternidad y espíritu nacional colectivo, se celebran entre ellos desde el principio y alcanzan allí su máximo esplendor. La particular criminalidad del daño corporal al prójimo es tan característica como en el mundo animal y aquella disposición interna del principio materno encuentra su más hermosa expresión en la vida real en costumbres como la de las romanas de suplicar a la Gran Madre no por sus hijos sino por los de sus hermanas, la de los persas de pedir a la divinidad solamente por todo el pueblo, la de los carios de preferir a todas las virtudes la de la sympátheia por los parientes.
~

Una tendencia de indulgente humanidad, que se destaca en la expresión del rostro de las imágenes egipcias, y le presta una fisonomía en la que se reconoce de nuevo todo lo que lleva en sí de benéfico el carácter materno. Se nos aparece a la luz de la inocencia de la vida saturnea aquella antigua generación humana que en la subordinación de toda su existencia a la ley de la maternidad proveía a la posteridad de los rasgos principales para el cuadro de la Edad de Plata. Entendemos ahora perfectamente en la descripción de Hesíodo el realzamiento exclusivo de la madre, de su amoroso cuidado nunca interrumpido y la eterna minoría de edad del hijo, su crecimiento más corporal que espiritual, de la paz y la abundancia que ofrecía la vida agrícola; se refiere a la pintura de una dicha perdida posteriormente, a la que la hegemonía de la maternidad le sirvió siempre como centro lo mismo que aquellas archîa phyla gynaikôn, con las que también desapareció aquella paz de la Tierra. La historicidad del mito encuentra aquí una sorprendente confirmación. Toda la libertad de la fantasía, toda la abundancia de adornos poéticos, no han desfigurado el germen histórico de la tradición, ni han podido eclipsar los rasgos capitales de la existencia primitiva y su significado para la vida.

Desde el punto de vista del patriarcado romano, la aparición de las sabinas en medio de los combatientes está tan poco clara como la auténtica clasificación ginecocrática del tratado sabino que hace Plutarco, sin duda sacada de Varrón. Unida a relatos totalmente análogos sobre sucesos parecidos entre pueblos tanto antiguos como actuales de un nivel cultural profundo y unidos por la idea fundamental en la que descansa el matriarcado, pierde todo carácter enigmático y sale de la región de la ficción poética a la que precipitadamente la expulsó el juicio guiado por las circunstancias y costumbres del mundo actual, volviendo así al campo de la autenticidad histórica, en el que ahora afirma su Derecho como una consecuencia completamente natural de la grandeza, la inviolabilidad y la consagración religiosa de lo materno.
Cuando en la alianza de Aníbal con los galos se encomienda la decisión en los litigios a las matronas galas, cuando en tantas tradiciones del pasado mítico aparecen mujeres -aisladas o agrupadas en colegios- juzgando bien solas o bien al lado de hombres, interviniendo en las reuniones del pueblo, imponiendo el alto a los combatientes, negociando la paz, fijando las condiciones, y ofreciendo para la salvación del país ya su esplendor físico, ya su vida como sacrificio, ¿quién entonces se atreverá a luchar con el argumento de la improbabilidad, de la contradicción, con todo lo conocido de la incompatibilidad con las leyes de la naturaleza humana, como se nos aparece hoy, o quién llamará al esplendor poético que tiñe todos los recuerdos de los tiempos primitivos en ayuda contra su reconocimiento histórico? Esto quiere decir sacrificar la actualidad de los tiempos primitivos o para decirlo con palabras de Simónides, transformar el mundo con mecha y lámpara: quiere decir luchas contra siglos, y rebajar la Historia a un juguete de las opiniones, fruto inmaduro de una sabduría imaginaria, un títere de las ideas del día. Se objeta la imposibilidad de que con el tiempo cambien las probabilidades; lo que es incompatible con el espíritu de un nivel cultural corresponde al de otro; lo que allí es improbable gana aquí verosimilitud. Contradicción con todo lo conocido; pero la experiencia subjetiva y las leyes del pensamiento subjetivo tienen en el campo histórico tan poca autorización que nunca puede serle atribuida la reducción de todas las cosas a las estrechas proporciones de un limitado conocimiento particular.

El periodo ginecocrático del mundo es de hecho la poesía de la Historia. Lo es por la sublimidad, la grandeza heroica, incluso por la belleza a la que eleva a la mujer, por la promoción de la valentía y sentido caballeroso de los hombres, por el significado que presta al amor femenino, por la disciplina y la castidad que reclama del joven: una asociación de cualidades que aparece para la Antigüedad a la misma luz bajo la que en nuestro tiempo se representa la sublimidad caballeresca del mundo germánico. Los antiguos preguntaban lo mismo que nosotros: ¿a dónde han ido aquellas mujeres cuya impecable belleza, cuya castidad y elevados sentimientos podían despertar incluso el amor de los inmortales? ¿Dónde están las heroínas cuyo destino cantaba Hesíodo, el poeta de la ginecocracia? ¿Dónde está la unión femenina del pueblo con la que Dike amaba distraerse? Pero también ¿dónde han ido aquellos héroes sin temor y sin tacha que como el licio Belerofonte unían grandeza caballeresca y vida irreprochable, la valentía con el libre reconocimiento del poder femenino?

Todos los pueblos guerreros señala Aristóteles obedecen a la mujer, y la observación de épocas posteriores nos enseña lo mismo: resistir el peligro, buscar aventuras y servir a la belleza, es la virtud siempre unida a la juventud.
El mito en efecto pone todo esto a la luz de las circunstancias actuales. Pero el mito poético más elevado más rico en empuje y más conmovedor que cualquier fantasía, es la realidad de la Historia. Pero los grandes destinos pasan por encima de la generación humana, como puede dar idea nuestra fuerza imaginativa.
La época ginecocrática con sus formaciones, hechos, sacudidas, es inasequible a la poesía de los tiempos más cultos, pero también más débiles. No lo olvidemos nunca: con el poder para la acción se cansa también el vuelo del espíritu, y la podredumbre incipiente se manifiesta al mismo tiempo en todos los campos de la vida.

La base religiosa de la ginecocracia nos muestra el Derecho materno en su forma más digna, lo pone en relación con el aspecto más elevado de la vida, y proporciona na profunda perspectiva sobre la grandeza de aquellos tiempos primitivos, que el helenismo sólo puede superar en el brillo de la apariencia, no en la profundidad y dignidad de la concepción.
Reconocer el profundo influjo de la religión en la vida del pueblo, concederle el primer lugar entre las fuerzas creadoras que conforman toda la existencia, buscar en sus ideas explicación para los aspectos más oscuros de la mentalidad antigua, todo esto aparece como la inquietante preferencia de las concepciones teocráticas, como característica de un espíritu lleno de prejuicios, parcial, inepto, como deplorable recaída en la profunda noche de una época sombría.
Yo he sufrido todas estas acusaciones, y todavía me domina el mismo espíritu de reacción, e incluso lo prefiero, en el campo de la Antigüedad, tanto remota como tardía, a ser complaciente en la investigación con las opiniones actuales, y a pedir la limosna de su asentimiento.

Sólo hay una poderosa palanca de toda civilización, la religión. Toda mejora, todo retroceso de la existencia humana proceden de un movimiento que se origina en esta región superior. Sin ella no se comprende ningún aspecto de la vida antigua, la época más primitiva sería un enigma impenetrable. Domina de parte a parte las creencias, asocia la generación de toda forma de existencia, de toda tradición histórica, a las ideas culturales básicas, ve todo suceso sólo bajo el aspecto religioso y se identifica en el más perfecto de su reino de los dioses.
Que la cultura ginecocrática debe portar preferentemente esta fisonomía hierática lo garantiza la estructura interna de la naturaleza femenina, aquel profundo conocimiento de dios que fundido con el sentimiento del amor, toma prestada de la mujer, y sobre todo de la madre, una consagración religiosa que actúa más poderosamente en las épocas salvajes.

La elevación de la mujer sobre el hombre provoca así nuestro asombro, al oponerse a la relación de fuerza física entre los sexos. La ley de la Naturaleza transmite al más fuerte el cetro del poder. Le es arrebatado por manos más débiles, y entonces deben haber estado activos otros aspectos de la naturaleza humana y haber ejercido su influjo poderes más profundos. Apenas se necesita la ayuda de testimonios antiguos para poner de manifiesto aquel poder que provocó esta victoria.

En todas las épocas la mujer la practicado la formación y la civilización de los pueblos mediante la tendencia de su espíritu a los sobrenatural, lo divino, sustrayéndose a la legitimidad, ejerciendo el mayor influjo sobre el sexo masculino.

Pitágoras tomó como punto de partida para su tratamiento a los de Crotona la especial disposición de las mujeres a la eysébeia y su preferente vocación para el cultivo del temor de dios, y Estrabón lo destaca a partir de Platón en una sentencia notable, que siempre toda deisidaimonía se propaga desde el sexo femenino al mundo de los hombres, con la creencia de que toda superstición es fortalecida, cuidada y alimentada por ellas.

Los aspectos históricos de todas las épocas y pueblos confirman la exactitud de esta observación. Lo mismo que en tantas ocasiones la primera manifestación de la divinidad fue confiada a las mujeres, ellas han tomado la parte más activa, con frecuencia militante, algunas veces mediante la fuerza del atractivo sexual, en la difusión de la mayoría de las religiones. La profecía femenina es más antigua que la masculina, y el alma femenina es más constante en la fidelidad al resultado, “más profunda en la fe”; la mujer si bien es más débil que el hombre, sin embargo, es apta para encumbrarse por encima de él, más conservadora en especial en el campo de la cultura y en la defensa del ceremonial. Por todas partes se manifiesta la tendencia de la mujer a la extensión continua de su influencia religiosa, y a aquel deseo de conversión que tiene un poderoso estímulo en el sentimiento de debilidad y en el orgullo de subrayar al más fuerte. Dotado de tales poderes, el sexo débil puede emprender la lucha con el fuerte y sostenerla victoriosamente. La mujer opone a la superior fuerza física del hombre el poderoso influjo de su consagración religiosa, al principio de la fuerza el de la paz, a la hostilidad sangrienta la reconcilación, al odio el amor, y sabe entonces conducir la existencia salvaje no atada por ninguna ley por primera vez por el camino de aquella civilización más suave y amistosa, en cuyo punto central ella reina como la portadora de los principios más elevados, como la manifestación del mandamiento divino.
~



En esto radica el poder fascinador de la apariencia femenina que desarma las más salvajes pasiones, separa las filas de combatientes, asegura la inviolabilidad para las sentencias de la mujer, y en todas las cosas otorga a sus deseos la autoridad de una ley superior. La veneración casi divina de la reina de los feacios, Arete, y la consegración sagrada de su palabra ya fueron considerados por Eustacio como adornos poéticos de un cuento maravilloso que cae de lleno en el campo de la poesía; y sin embargo no constituyen un fenómeno aislado, sino más bien la expresión acabada de la ginecocracia, que descansa sobre una base cultural, con todas sus bendiciones y toda su belleza, que puede comunicar a la existencia de la comunidad.

La relación interna de la ginecocracia con el carácter religioso de la mujer se manifiesta en muchos rasgos aislados. A uno de los más importantes nos lleva la determinación locria de que ningún muchacho, sino sólo una doncella, puede ejecutar los cultos de la Fielefonía. Polibio cita esta costumbre entre las pruebas del matriarcado epicefirio y reconoce por lo tanto la conexión de la misma con la idea ginecocrática básica. El sacrificio locrio de doncellas para expiar el sacrilegio de Ajax confirma la relación y muestra al mismo tiempo a qué asociación de ideas debe su origen el destino sacral general de que todo sacrificio femenino sea más grato a la divinidad.

El desarrollo de este punto de vista nos lleva a aquel aspecto de la ginecocracia mediante el cual el Derecho materno obtiene a la vez su motivación más profunda y su mayor significado. Reducida al prototipo de Deméter, la madre terrestre es a la vez la representante mortal de la Madre telúrica originaria, su sacerdotisa, y como hierofanta le confían la administración de sus misterios. Todos estos aspectos están en una sola pieza y no aparecen como manifestaciones distintas del mismo nivel cultural. El predominio religioso de la maternidad conduce al análogo de la mujer mortal, y la relación exclusiva de Deméter con Coré lleva a la no menos exclusiva relación de sucesión de la madre y la hija, y finalmente la conexión interna de los misterios con los cultos ctónico-femeninos conduce a la hierofantia de la madre, que aquí eleva su dedicación religiosa al grado más elevado de sublimidad.

Desde este punto de vista se abre una nueva perspectiva sobre la auténtica naturaleza de aquel nivel cultural al que pertenece el privilegio materno. Reconocemos la grandez interna de la civilización prehelénica, que en la religión demetríaca, sus misterios y su ginecocracia, a la vez cultural y civil, posee un germen a menudo atrofiado, contenido del desarrollo posterior. Concepciones revestidas desde hace mucho tiempo de la autoridad canónica, como las de la rudeza del mundo pelasgo, de la incompatibilidad del dominio femenino con el carácter nacional fuerte y noble, y en especial a del desarrollo tardío de lo misterioso en la religión, son rechazadas del trono de los Olímpicos, y recuperaras sería una esperanza vana.

Atribuir los aspectos más nobles de la Historia a los motivos más bajos, constituye ya desde hace tiempo una de las ideas favoritas de nuestra investigación de la Antigüedad. ¿Cómo podría respetar el campo de la religión? ¿Cómo podría reconocer la parte más elevada de la misma, la tendencia a lo sobrenatural, opuesta, mística, en su conexión con las necesidades más profundas del alma humana?

Sólo el fraude de algunos falsos profetas podía oscurecer antes sus ojos el claro cielo del mundo espiritual griego con tan sombrías nubes, solamente la época de la decadencia podía conducir a tal extravío. Pero lo misterioso constituye la auténtica esencia de toda religión, y allí donde la mujer está en la cumbre en el campo del culto y de la vida, siempre se protege preferentemente lo misterioso. Esto garantiza su estructura material, que une indisolublemente lo físico y lo incorpóreo; garantiza también su estrecho parentesco con la vida de la Naturaleza y la material, cuya muerte eterna despierta en el profundo dolor la máxima esperanza, y especialmente garantiza la ley de la maternidad demetríaca que se le revela en los cambios del trigo, y que representa la decadencia mediante la relación de intercambio de la vida y la muerte, como la condición previa para el renacimiento, como la realización de la epíktêsis tês teletês.

Entonces lo que resulta de la naturaleza de la maternidad es completamente confirmado por la Historia. Allí donde nos encontramos la ginecocracia, se une con ella el misterio de la religión ctónica; ésta puede asociarse al nombre de Deméter o dar cuerpo a la maternidad en otra divinidad igualmente válida. Se destaca muy claramente la correspondencia de ambos fenómenos en la vida de los pueblos licios y epicefirios: dos tribus cuya perseveración excepcionalmente larga en el Derecho materno encuentra explicación justamente en el enorme desarrollo de los misterios, como se manifiesta en éstos en expresiones sumamente dignas de mención no siempre comprendidas.

Cmpletamente seguro es el fin a que lleva este hecho histórico. La originalidad del Derecho materno y su relación con un antiguo nivel cultural no se puede negar, lo que también debe valer para los misterios, puesto que ambos fenómenos constituyen solamente dos aspectos diferentes de la misma civilización: son siempre hermanos gemelos.

Este resultado es tanto más seguro cuanto que no se puede dejar de afirmar que de ambas expresiones de la ginecocracia, la civil y la religiosa, la última sirve como fundamento de la primera. Las representaciones culturales son lo originario, y las formas de vida ciudadana, consecuencia y expresión.

La preferencia de la madre al padre, de la hija ante el hijo, resulta de la relación de Coré con Deméter, y no por el contrario se abstrae ésta de aquella. O bien, para ajustarme todavía más fielmente a las representaciones de la Antigüedad: de ambos significados del kteís materno, el mistérico-cultual es el originario, el predominante; el civil, jurídico, es la consecuencia. En una concepción completamente material-sensual, el sporium femenino aparece como representación de los misterios demetríacos tanto en su valor físico más profundo como en el opuesto, más elevado, pero también como expresión del Derecho materno en su forma civil, como lo hemos encontrado en el mito licio de Sarpedón.

Se refuta ahora la afirmación de los más recientes que adecúa todo lo misterioso a los tiempos de la decadencia y a una degeneración posterior del helenismo. La Historia adopta la relación justamente opuesta: los misterios maternos son los más antiguos y el helenismo es un nivel posterior del desarrollo religioso; no aquel sino este aparece a la luz de la degeneración y de la trivialización religiosa, que sacrifica a la vida terrenal el más allá, a la claridad de la forma el oscuro misterio de la esperanza superior. Ya hemos descrito más arriba la época ginecocrática como la poesía de la Historia, y así podemos unir todavía más estrechamente con este un segundo elogio: es a la vez el período de profundización y presentimiento, y el de la eysébeia, deisidaimonía, sophrosýne, eynomía: cualidades de los pueblos matriarcales que referidas en suma a la misma fuente, son alabadas por los antiguos con notable unanimidad. ¿Quién puede dejar de ver la relación interna de todos estos fenómenos? El que olvide que la era dominada por la mujer también debió tener parte en todo lo que diferencia la estructura interna de la mujer de la del hombre; en aquella armonía que los antiguos describían preferentemente como gynaikeîa; en aquella religión en la que la necesidad más profunda del alma femenina, el amor, se alzaba hasta la consciencia de su concordancia con la ley fundamental del Universo; en aquella sabiduría natural no reflejada que manifestada en nombres reveladores, como Autonoe, Fulinoe, Dinonoe, reconoce y juzga con la instantaneidad y seguridad de la conciencia y finalmente en aquella continuidad y aquel conservadurismo de la existencia a los que la mujer está destinada por naturaleza.

Todas estas características de la esencia femenina resultan otras tantas particularidades del mundo ginecocrático; a cada una se refieren rasgos históricos característicos, fenómenos que ahora aparecen en su correcta relación psicológica e histórica. Este mundo se enfrenta al helenismo. Junto con el principio de la maternidad, mueren también sus consecuencias. El desarrollo del patriarcado lleva al primer plano un aspecto completamente distinto de la naturaleza humana. A ello se unen formas de vida totalmente distintas, y una nueva mentalidad. Herodoto reconocía en la civilización egipcia justamente la opuesta a la griega, en especial a la ática. Aquella le parece el mundo al revés.

Si el padre de la historiografía hubiese colocado uno al lado del otro los dos grandes periodos del desarrollo griego, su diferencia le habría arrastrado a las mismas expresiones de asombro. Egipto es entonces el país de la ginecocracia estereotípica, toda su cultura se basa esencialmente en el culto materno, en la primacía de Isis sobre Osiris, y por esto está en una sorprendente armonía con tantas visiones del Derecho materno que ofrece la vida de los pueblos prehelénicos. Pero la Historia tiene que procurar colocarnos ante los ojos el contraste de ambas civilizaciones en toda su agudeza. Todavía un segundo ejemplo. En pleno mundo helénico, Pitágoras reduce la religión y la vida de nuevo a la antigua base y lo intenta mediante la reelevación de los misterios del culto ctónico-maternal a la categoría de nueva ordenación para dar satisfacción a la profunda necesidad religiosa despertada. La esencia del pitagorismo, al que según la significativa expresión de una de nuestras fuentes, penetra un soplo de antigüedad, no se remonta a la sabiduría de los griegos, sino a la más antigua de Oriente, y asimismo busca su ejecución entre tales pueblos, cuya fiel perseveración en lo antiguo, lo tradicional parece ofrecer un gran número de puntos de contacto ante todo entre los pueblos y ciudades de Hesperia, que en el terreno de lo religioso, hasta hoy parece haber sido elegida como conservadora de una fase de la vida vencida en otras partes. Si a esta preferencia -tan precisamente destacada- por una antigua concepción vital se unen el más firme reconocimiento del principio materno demetríaco, la tendencia preferente al cuidado y desarrollo de lo misterioso, de lo ultraterrenal, lo sobrenatural en la religión, pero ante todo la magnífica distinción de los personajes sacerdotales femeninos, ¿quién puede entonces dejar de ver la unidad interna de estos fenómenos y su conexión con la civilización prehelénica?

Un mundo más primitivo surge de la tumba; la vida busca regresar a sus comienzos. Desaparecen los amplios espacios, y si no hubiesen tenido lugar las variaciones de épocas y pensamientos, las generaciones posteriores se unirían a las de los tiempos primitivos. Para las mujeres pitagóricas no hay otro punto de contacto que los misterios ctónico-maternos de la religión pelasga; su apariencia y la tendencia de su espíritu no se pueden explicar por las ideas del mundo helénico. Separado de aquella base cultural está el carácter solemne de Teano, “la hija de la sabiduría pitagórica”, un fenómeno incoherente, de cuyo angustiso carácter enigmático en vano se busca escapar refiriéndose al carácter mítico de los orígenes pitagóricos.

Los antiguos confirman la relación mediante la asociación de Teano, Diotima y Safo. Nunca se ha respondido a la pregunta de en dónde tiene su origen la semejanza de los tres fenómenos separados en el espacio y en el tiempo. ¿En dónde replicaría yo si no en los misterios de la religión ctónico-materna? La vocación sacral de la mujer pelasga aparece en su desarrollo más puro y sublime en aquellas tres magníficas figuras de mujer de la Antigüedad.

Safo pertenece a uno de los mayores centros de la religión mistérica órfica, Diotima a la Mantinea arcádica especialmente célebre por su cultura arcaica y el servicio de Deméter de Samotracia:
aquélla pertenece al pueblo eleo, ésta a pelasgo y ambas por lo tanto a una nacionalidad que permaneció fiel en la religión y en la vida a los fundamentos de la civilización prehelénica.
Al lado del nombre desconocido de una mujer y en medio de un pueblo que no es afectado por el desarrollo del helenismo y disfruta preferentemente de la fama de vida patriarcal, se encuentra uno de los mayores modos de aquel grado de inspiración religiosa, a la que nada podía ofrecer la formación del pueblo ático.

Lo que he procurado destacar desde un principio como pensamiento conductor, la correspondencia de la distinción femenina con la cultura y la religión prehelénica, encuentra su más brillante confirmación justamente en aquellos fenómenos que considerados de forma inconexa y desde fuera según la relación temporal, parecen en la mayoría de los casos declarar en contra de ello. Dondequiera que se conserve la antigua religión mistérica o conozca un nuevo esplendor, allí la mujer sae de la oscuridad a la que la condenaba la suntuosa esclavitud de la vida jonia, con su antigua dignidad y sublimidad, y anuncia en voz alta dónde hay que buscar la base de la ginecocracia más primitiva y la fuente de todos los benenficios que extiende sobre toda la existencia de los pueblos que cultivan el Derecho materno. Sócrates a los pies de Diotima, siguiendo a duras penas el vuelo de su revelación mística, confiesa sin miedo que le eran indispensables las enseñanzas de la mujer: ¿dónde encontraría la ginecocracia una expresión más elevada, dónde hallaría un testimonio más hermoso la relación interna de los misterios materno-pelasgos con la naturaleza femenina, dónde encontraría un desarrollo lírico-femenino más completo el rasgo ético esencial de la civilización ginecocrática, el amor, esta devoción de la maternidad?

La admiración con la cual todas las épocas han rodeado esta idea se eleva infinitamente cuando reconocemos en ella no sólo la hermosa creación de un espíritu poderoso, sino a la vez la unión con la ideas y prácticas de la vida cultural, cuando vemos en ella la imagen de la hierofantia femenina. De nuevo da un buen resultado lo que se puso de relieve más arriba: la poesía de la Historia es superior a la de la libre invención.

No quiero seguir persiguiendo la base religiosa de la ginecocracia; en la tarea iniciática de la mujer aparece en su máxima profundización. ¿Quién preguntará todavía por qué la devoción, la justicia, todas las virtudes que adornan al hombre y a la vida, son nombres femeninos, por qué Telete está personificada en una mujer? La elección no la han determinado la arbitrariedad o el azar, sino que más bien la verdad de la Historia ha encontrado su expresión lingüística en aquella concepción. Vemos a los pueblos matriarcales distinguirse por la Eunomía, la Eusebeia, la Paideia, vemos a las mujeres como severas guardianas de los misterios, la justicia, la paz; ¿podemos dejar de ver la concordancia de estos hechos históricos con aquel fenómeno? A la mujer se asocia la primera elevación de la raza humana, el primer progreso hacia la civilización y hacia una existencia regulada, la primera educación religiosa, y por lo tanto, el disfrute de todo bien superior. En ella, antes que en el hombre, se despierta el anhelo de la purificación de la existencia, y posee en más alto grado que aquél la habilidad natural para producirla. Su obra es la civilización total que sigue a los primeros bárbaros; su don lo mismo que la vida, todo lo que constituye su deleite; suyo es el primer conocimiento de las fuerzas de la naturaleza, suyo el presentimiento y la promesa de la esperanza que vence la pena de muerte. Bajo esta óptica la ginecocracia aparece como testimonio del progreso de la cultura, y a la vez como fuente y garantía de sus beneficios, y por lo tanto como ejecución de una ley de la Naturaleza que hace valer su derecho sobre los pueblos no menos que sobre cada individuo aislado.

El círculo del desarrollo de mis ideas se cierra de este modo. Con esto he comenzado a poner de relieve la independencia del Derecho materno de todo estatuto positivo, y de ahí deduzco el carácter de su universalidad; estoy autorizado entonces a añadirle la cualidad de sabiduría natural en el campo del Derecho familiar y capacitado para completar su caracterización.

Partiendo de la maternidad que concibe, representada por su imagen física, la ginecocracia figura entre la materia y los fenómenos de la vida de la Naturaleza, de la que toma su existencia interna y externa, siente más vivamente que las generaciones posteriores la uidad de toda la vida, la armonía del todo, de que todavía no se han emancipado, experimenta más profundamente el dolor por la muerte y por la caducidad de la existencia telúrica, a la que la mujer, sobre todo la madre, dedica sus lamentos, busca ansiosamente consuelo, lo encuentra en los fenómenos de la vida de la Naturaleza, y la une de nuevo al vientre que pare, al amor que concibe, nutriente, de la madre. Obediente en todo a las leyes de la existencia física, vuelve su mirada hacia la Tierra, colocaa las potencias ctónicas sobre las de la luz uránica, identifica la fuerza masculina preferentemente con las aguas telúricas, y subordina la humedad generadora al gremium matris, el Océano a la Tierra. Completamente material, dedica sus cuidados y su poder al embellecimiento de la existencia material, a la praktikè areté y en el cuidado de la agricultura -ante todo favorecida por la mujer- y en la erección de muros, logra una de las realizaciones más admiradas por las generaciones posteriores.

Ninguna época como la matriarcal ha dedicado una atención tan preponderante a la apariencia externa, a la invulnerabilidad del cuerpo, y tan poca energía al momento espiritual interno; ninguna ha llevado a cabo tan consecuentemente en el Derecho el dualismo materno y el punto de vista fáctico-posesor; ninguna cuidó tan amorosamente el entusiasmo lírico, la disposición de ánimo preferentemente femenina, enraizada en el sentimiento de la Naturaleza. En una palabra: la existencia ginecocrática es el naturalismo ordenado, su ley de pensamiento es lo material, su desarrollo, una preponderancia física: un nivel cultural tan necesariamente unido con el Derecho materno como extraño e incomprensible para la época de la paternidad.

Todo punto de inflexión en el desarrollo de las circunstancias históricas está rodeado de sucesos sangrientos; el progreso pacífico es mucho más raro que la revolución violenta. Aquel principio trae la victoria del opuesto con su radicalización; el abuso se convierte en palanca del progreso, y el mayor triunfo, en comienzo de la decadencia. En ninguna parte se destaca tan violentamente la tendencia de alma humana a la violación de la mayoría, y su incapacidad para el mantenimiento duradero de una grandeza artificial; pero tampoco en ninguna parte se ve la capacidad del investigador para lanzarse en medio de la salvaje grandeza de pueblos brutales, pero poderosos y familiarizarse con concepciones y formas de vida completamente extrañas, sometido a una prueba tan seria.

Las apariencias en las que se manifiesta la lucha de la ginecocracia contra otras formas de vida son muy variadas, pero es seguro en conjunto el principio de desarrollo al que se someten. Lo mismo que al periodo matriarcal le sigue el predominio de la paternidad, a aquél le precede una época de hetairismo desordenado. La ginecocracia demetríaca ordenada ocupa así un ugar intermedio en el que se representa como punto de tránsito de la Humanidad desde el nivel más profundo de la existencia al más alto. Con el primero, ella comparte el punto de vista materno-material, y con el segundo, la exclusividad del matrimonio: lo que la diferencia de ambos es allí la regulación demetríaca de la maternidad, mediante la cual se eleva por encima de la ley del hetairismo, y aquí la preferencia concedida al vientre reproductor, en la que ella, como forma profunda de vida, se manifiesta en contra del sistema patriarcal. Este escalonamiento de circunstancias deterina el orden de la interpretación que se da a continuación. Tenemos primero que investigar la relación de la ginecocracia con el hetairismo, y luego el progreso del Derecho materno al sistema patriarcal.

La exclusividad de la relación matrimonial parece tan estrecha y necesariamente emparentada con la nobleza de la naturaleza humana que es considerada por la mayoría como la situación originaria, y la afirmación de una relación entre los sexos más baja y desordenada es enviada al reino de los sueños, al considerarla un extravío de inútiles especulaciones sobre los comienzos de la existencia humana. ¿Quién no se uniría de buen grado a esta expresión y evitaría a nuestra raza el doloroso recuerdo de una infancia tan indigna? Pero el testimonio de la Historia prohíbe prestar oídos a las insinuaciones de la soberbia y el egoísmo, y poner en duda el extraordinariamente lento progreso de la Humanidad hacia la civilización matrimonial.

En todos los pueblos que la presente investigación pone ante nuestros ojos, y más allá de este círculo, se encuentran las huellas claras de las formas de vida hetáiricas originarias y se puede seguir la lucha de las mismas con la ley demetríaca superior en una serie de fenómenos que intervienen significativa y profundamente en la vida. No se puede negar: la ginecocraica se ha formado, asegurado y conservado por todas partes con la oposición consciente y continua de la mujer al hetairismo que la envilecía. Abandonada sin protección a los abusos del hombre y como describe una tradición árabe conservada por Estrabón, mortalmente cansada por el deseo de aquél, experimenta el anhelo de unas condiciones ordenadas y una civilización más pura, a cuya presión el hombre no se somete de buen grado, obstinado en la consciencia de su superior fuerza física. Sin la consideración de esta relación de cambio, nunca se conocerá en todo su significado histórico una de las destacadas virtudes de la existencia ginecocrática, la estricta disciplina de la vida, y nunca se apreciará en su colocación correcta para la historia del desarrollo de la civilización humana la ley superior de los misterios y la castidad matrimonial. La ginecocracia demetríaca exige, para ser comprensible, circunstancias primitivas brutales; la ley fundamental de su vida, lo opuesto, de cuya lucha ha resultado. La historicidad del Derecho materno es entonces una garantía para la del hetairismo. La máxima prueba para la exactitud de esta opinión, sin embargo, está en la relación interna de los fenómenos particulares, en los que se manifiesta la ley vital anti-demetríaca.

No se puede evitar una leve sorpresa para los representantes de la concepción de necesidad y originalidad de la relación matrimonial. El pensamiento de la Antigüedad no sólo es diferente del suyo: es completamente opuesto. El principio de metríaco aparece como un perjuicio para uno opuesto originario, y el matrimonio como violación de un mandamiento religioso. Esta relación -que se opone a nuestra conciencia actual-, tiene de su parte el testimonio de la Historia, y puede ella sola explicar satisfactoriamente una seire de curiosos fenómenos nunca conocidos en su auténtica relación. Sólo por ella se explica la idea de que el matrimonio exige una expiación de aquella divinidad cuya ley infringe con su exclusividad. La mujer no fue dotada por la Naturaleza con todos los atractivos sobre los que domina para marchitarse en los brazos de un único hombre: la ley de la materia rechaza toda limitación, odia toda traba y considera aquella exclusividad como un pecado contra su divinidad. Así se explican ahora todas aquellas costumbres en las que el propio matrimonio se encuentra unido con prácticas hetáiricas. A pesar de su variedad de formas, son completamente uniformes en su idea. A través de un periodo de hetairismo, la excepción que hay en el matrimonio debe ser expiada por la ley natural de la materia, ganar de nuevo la benevolencia de la divinidad. Lo que parece excluirse siempre, hetairismo y estricta ley matrimonial, aparece ahora en la relación más estrecha: la prostitución se convierte en una garantía de la castidad matrimonial, cuya posición sacra requiere por parte de la mujer el cumplimiento precedente de la ocupación natural.

Está claro que en la lucha contra tales concepciones protegidas por la religión, el progreso hacia una civilización superior sólo puede ser muy largo, porque siempre está amenazado. La variedad de circunstancias intermedias que descubrimos demuestra, en efecto, qué fluctuante y llena de vicisitudes fue la lucha que durante siglos tuvo lugar en este terreno. Sólo paulatinamente avanzó hacia la victoria el principio demetríaco. El sacrificio expiatorio femenino se redujo en el curso del tiempo a una dimensión cada vez más pequeña, a un servicio más liviano. La gradación de los distintos niveles merece la máxima consideración. El ofrecimiento anual cede ante el servicio individual, al hetairismo de las matronas sigue el de las doncellas, a la práctica durante el matrimonio sucede la anterior al mismo, a la entrega desordenada a todos, el abandono a ciertas personas. A estas limitaciones se asocia la consagración de hieródulos especiales: así limita la culpa de todo el sexo a una categoría especial, y en este precio absuelve el matronazgo de toda obligación de entrega, siendo especialmente significativo para la mejora de las circunstancias sociales. El ofrecimiento del cabello, que en ejemplo aislados aparece como equivalente del esplendor corporal, es la forma más leve de la entrega personal, pero en la Antigüedad fue puesto en relación de parentesco natural intrínseco con la irregularidad de la generación hetáirica, especialmente con la vegetación palustre, su prototipo natural. Todas estas fases de desarrollo han dejado numerosas huellas no sólo en el terreno del mito, sino también en el de la Historia, y entre pueblos completamente distintos, e incluso reciben expresión lingüística en las denominaciones de localidades, divinidades y familias. Su consideración nos muestra la lucha de los principios demetríacos y hetáirico en toda su realidad como hecho histórico y religioso, presta a un número importante de mitos célebres una comprensibilidad de la que hasta ahora no podían vanagloriarse y finalmente permite poner de manifiesto en todo su significado la tarea de la ginecocracia de completar la educación de los pueblos mediante la estricta observancia del mandamiento demetríaco y la oposición constante a toda vuelta a la ley puramente natural.


Para recordar un detalle especial llamo la atención sobre la relación de las concepciones expuestas con los dichos de los antiguos sobre el significado de la dote de las doncellas. Ya hace mucho tiempo, los romanos repetían que la indotata no valía más que la concubina, y qué poco comprendemos hoy estos pensamientos tan contradictorios con nuestras concepciones expuestas con los dichos de los antiguos sobre el significado de la dote de las doncellas. Ya hace mucho tiempo, los romanos repetían que la indotata no valía más que la concubina, y qué poco comprendemos hoy estos pensamientos tan contradictorios con nuestras concepciones. Encuentran su auténtico punto de contacto histórico en un aspecto de hetairismo cuya importancia se destaca repetidamente, por ejemplo, en tener que ganarse la vida mediante su ejercicio. Lo que debió dificultar especialmente la victoria del principio demetríaco fue la autoconsecución de la dote unida a la conservación del punto de vista completamente natural; el hetairismo debía ser extirpado de raíz para que así fuese necesaria la dotación de las doncellas por parte de sus familias. De aquí aquel desprecio por la indotata y la posterior amenaza de castigo legal para aquella unión matrimonial sin dote.
Se ve que en la lucha entre las formas e vida demetríaca y hetáirica la ejecución de la dotación ocupa un lugar importante y por lo tanto no puede sorprendernos la unión de la misma con las más elevadas ideas religiosas de la ginecocracia, con la Eudaimonía, después de la muerte asegurada por los misterios y con la atribución de la obligación dotal a la ley de una conocida princesa, como se pone de manifiesto en un mito lesbio-egipcio muy curioso. Ahora se comprende desde un nuevo lado la profunda relación con la idea demetríaca de la ginecocracia que tiene el exclusivo derecho hereditario de las hijas, los pensamientos morales que encuentran en él su expresión, y finalmente el influjo que debió ejercer en la elevación moral del pueblo y en aquella sophrosýne por la que los licios fueron especialmente alabados.

El hijo dicen los testimonios antiguos, recibía de padre la lanza y la espada para ganarse la vida; no necesitaba nada más. La hija por el contrario no heredaba poseía sólo su cuerpo para conseguir los bienes que le aseguraran un hombre. Todavía hoy conservan esta concepción aquellas islas griegas cuyos antiguos habitantes reconocieron la ley de la ginecocracia y tambie´n escritores áticos encuentran al lado de la lenta formación que su pueblo tomó de la paternidad, el destino natural de los bienes maternos para la dote de la hija, que la preserva de la degeneración. La verdad y la dignidad intrínsecas del pensamientp ginecocrático no se pone de relieve en ninguna expresión práctica de manera más bella que la que acabamos de señalar; en ninguna ha encontrado un apoyo más poderoso no sólo la posición social de la mujer, sino su dignidad intrínseca y su pureza.

El conjunto de los fenómenos hasta aquí tocados no nos deja ninguna duda sobre la concepción fundamental de la que proceden. Al lado de la elevación demetríaca de la maternidad, se ofrece una concepción más profunda, originaria, de la misma, la completa naturalidad, no sometida a ninguna limitación, del puro telurismo entregado a sí mismo. Reconocemos la oposición de la cultura agraria y la iniussa ultronea creatio, como se presenta ante los ojos del hombre en la vegetación salvaje de la Madre Tierra, y de forma más pura en la vida palustre. Al modelo de ésta última se asocia el hetairismo de la mujer, y al de la primera, la estricta ley matrimonial de la ginecocracia. Ambos niveles vitales descansan sobre el mismo principio básico: la hegemonía del cuerpo que concibe, su diferencia está sólo en el grado de lealtad a la Naturaleza con el que concibe la maternidad. El nivel más profundo de lo material se asocia a la región inferior de la vida telúrica, y el superior a la más alta de la agricultura; aquélla ve la representación de su principio en las plantas y animales de origen húmedo, a lo squ eofrece culto divino, y ésta en la espiga y el trigo, al que eleva a símbolo sagrado de sus misterios maternos. En un gran número de mitos y acciones cultuales se destaca significativamente la diferencia entre ambos niveles de la maternidad, y por todas partes aparece su lucha a la vez como hecho religioso e histórico, y el progreso del uno al otro se uestra como la elevación de toda la vida, como poderoso impulso hacia una civilización posterior. En Esqueneo el hombre-junco y en el fruto dorado de Atlanta en la victoria de Carpo y Cálamo yace la misma oposición y el mismo principio de desarrollo que se pone de manifiesto en el terreno de la vida humana mediante el culto palustre de los óxidas, heredado por vía materna y que surgee de la madre, y a través de su retroceso ante el culto eleusino superior.

Por todas partes la Naturaleza ha guiado el desarrollo en cierto modo lo ha sacado de su vientre, y por todas partes ha determinado el progreso histórico de aquél mediante los niveles que ofrecen sus fenómenos. El énfasis que el mito coloca sobre la primera aparición de la exclusividad matrimonial, el brillo con el que rodea el nombre de Cécrope para este hecho cultural, el cuidadoso realzamiento del concepto de hijo legítimo como se realiza en los mitos, en la prueba del anillo de Teseo, en la prueba de Horus por su padre, en la unión de la palabra ateós con el nombre de individuos, familias, divinidades y pueblos: todo esto, con el patrum ciere romano, no procede de la tendencia frívola de la leyenda hacia la especulación, ni de la poesía que ha perdido su punto de referencia; es más bien el recuerdo, depositado en distintas formas, de un punto de inflexión de la vida de los pueblos, que no puede faltar en la historia humana. La total exclusividad de la maternidad -que apenas conoce un padre, que permite aparecer a los hijos como polypátores, spurii, spartoí, ilegítimos, o bien unilaterales, y al progenitor como Oydeís, Sertor, Semo-, es tan historica como la hegemonía de la misma sobre la paternidad, como se representa en el Derecho materno demetríaco; en efecto, la formación de este segundo nivel familiar supone el primero, del mismo modo que la maternidad supone la completa teoría de la paternidad.

No hay comentarios: