lunes, 18 de octubre de 2010

Vigilar y castigar, Foucault, por Judith Butler

Vigilar y castigar.- Foucault


Mi problema es fundamentalmente la definición de los sistemas implícitos dentro de los cuales estamos presos; lo que me gustaría comprender es el sistema de límites y exclusión que practicamos sin saberlo; me gustaría hacer patente el inconsciente cultural.”
Foucault, “Rituales de exclusión”.
Consideremos el carácter paradójico de lo que, en Vigilar y castigar, Foucault describe como la subjetivación del proceso. El término “subjetivación” encarna en sí mismo la paradoja: assujetissement denota tanto el devenir del sujeto como el proceso de sujeción; por tanto, uno habita la figura de la autonomía sólo al verse sujeto a un poder, y esta sujeción implica una dependencia radical. Para Foucault el proceso de subjetivación se realiza sobre todo a través del cuerpo. En Vigilar y castigar el cuerpo del preso no sólo aparece como signo de culpabilidad y transgresión, como encarnación de la prohibición y la sanción en los rituales de normalización, sino que es enmarcado y formado por la matriz discursiva de un sujeto jurídico. La afirmación de que el cuerpo es “formado” por un discurso no es sencilla, y de entrada debemos aclarar que esta “formación” no equivale a “causa” o “determinación” y menos aún significa que los cuerpos estén de algún modo hechos de discurso puro y simple.


Foucault sugiere que el preso no es regulado por una relación exterior de poder, según la cual una institución tomaría a un individuo preexistente como blanco de sus intenciones subordinadoras. Por el contrario, el individuo se forma o mejor dicho se formula a partir de su identidad de preso discursivamente constituida.
El ideal normativo que por así decir se inculca en el preso es una forma de identidad psíquica o lo que Foucault denomina “alma”. Y como el alma tiene un efecto encarcelador, Foucault sostiene que el preso se halla sometido “de un modo más esencial” que el de la cautividad espacial de la prisión.


En lo que sigue, plantearé dos tipos distintos de preguntas, unas dirigidas a Foucault y otras al psicoanálisis (aplicando este término según el caso a Freud y a Lacan). En primer lugar, si foucault concibe la psique como un efecto encarcelador al servicio de la normalización, ¿cómo explica la resistencia psíquica a la normalización? En segundo lugar, cuando algunos defensores del psicoanálisis insisten en que la resistencia psíquica a la normalización es una función del inconsciente, ¿podemos interpretar esta garantía de resistencia psíquica como mero escamoteo?
Mas concretamente ¿la resistencia en la que insiste el psicoanálisis es producida social y discursivamente o se trata de un tipo de resistencia a la producción social y discursiva como tal, de un modo de socavarla?


Frustrar el mandato de producir un cuerpo dócil no es lo mismo que invalidarlo o modificar las condciones de la constitución del sujeto.
Volvamos al problema de los cuerpos en Foucault, ¿cómo y por qué le niega Foucault capacidad de resistencia a los cuerpos producidos por los regímenes disciplinarios? ¿Cuál es su visión de la producción disciplinaria? ¿Y funciona de manera tan eficaz como él insinúa? En el último capítulo del primer volumen de Historia de la sexualidad, foucault reclama una “historia de los cuerpos” la cual indagaría en “la manera como han sido investidos con lo más material y vital que contienen”.
Esta formulación sugiere que el poder no sólo actúa sobre el cuerpo sino también dentro del cuerpo que el poder no sólo produce las fronteras del suejto sino que también impregna su interioridad. Esto último nos hace pensar que hay un “adentro” del cuerpo que existe previamente a la invasión del poder. Pero si aceptamos la exterioridad radical del alma ¿cómo hemos de interpretar la “interioridad” en Foucault? Si esa interioridad no es un alma, ni tampoco una psique, ¿entonces qué puede ser? ¿Se trata de un espacio puramente maleable que está, por así decir listo para adaptarse a las exigencias de la socialización? ¿O a esta interioridad debemos llamarla simplemente cuerpo? ¿Debemos concluier que Foucault defiende la paradójica idea de que el alma es la forma exterior y el cuerpo el espacio interior?
Vigilar y castigar ofrece una configuración distinta de la relación entre materialidad e investidura. Aquí se concibe el alma como un instrumento de poder mediante el cual se cultiva y se forma el cuerpo. En cierto sentido funciona como un esquema cargado de poder que produce y actualiza al cuerpo. Las referencias foucaultianas al alma pueden interpretarse como una reelaboración implícita de la formulación aristotélica según la cual el alma es la forma y el principio de la materia del cuerpo. En Vigilar y castigar, Foucault argumenta que el alma se convierte en un ideal normativo y normalizador conforme al cual el cuerpo es adiestrado, moldeado, cultivado e investido; es un ideal imaginario (idéal speculatif) históricamente específico conforme al cual se materializa el cuerpo.
La ”sujeción” o assujetissement no es sólo una subordinación, sino también un afianzamiento y un mantenimiento, una instalación del sujeto, una subjetivación. El “alma da la existencia (al preso)”; de manera no muy distinta a como, en tanto que instrumento de poder, el alma de Aristóteles forma y enmarca el cuerpo, lo imprime y al hacerlo le da la existencia. De acuerdo con esta formulación no existe ningún cuerpo fuera del poder, puesto que la materialidad del cuerpo -de hecho la materialidad misma- es producida por y en relación directa con la investidura del poder. Foucault dice que la materialidad de la prisión se establece en la medida en que (dans la mésure où) es un vector y un instrumento de poder. Es decir, que la prisión se materializa en la medida en que está investida de poder.
Para ser gramaticalmente precisos, no existe una prisión con anterioridad a su materialización; su materialización es coextensiva a su investidura con relaciones de poder; y la materialidad es el efecto y la prueba de esta investidura.
La prisión sólo puede nacer dentro del campo de las relaciones de poder; más concretamente sólo en la medida en que está saturada por estas relaciones y esta saturación es formativa de su propio ser.
Aquí el cuerpo -del preso y de la prisión- no es una materialidad independiente una superficie o un lugar estático que una investidura posterior vendría a marcar otorgar significado o impregnar para el cuerpo, materialización e investidura son coextensivas.
Entonces si el cuerpo no es sólo lo que constituye al sujeto en su estado disociado y sublimado sino también lo que desborda o se resiste a cualquier tentativa de sublimación, ¿cómo podemos concebir este cuerpo que ha de ser, por así decir, negado o reprimido para hacer posible la existencia del sujeto?
Podría esperarse que el cuerpo regresase en un estado salvaje no normalizable, y efectivamente hay momentos en la obra de Foucault en que ocurre algo así. Pero la mayor parte de las veces la posibilidad de subversión o resistencia aparece en su obra: a) en el curso de una subjetivación que desborda los fines normalizadores que la activan, por ejemplo, en el “contradiscurso inverso”, o b) por la convergencia con otros regímenes discursivos, cuando una complejidad idscursiva involuntaria socava los fines teleológicos de la normalización. La resistencia es presentada, por tanto, como efecto del poder, como una parte del poder, como su autosubversión.
Consideremos la noción althusseriana de interpelación, según la cual el suejto se constituye al ser interpelado, llamado, nombrado. Parece ser que en general Althusser creía que esta exigencia social -que podríamos llamar un mandato simbólico- realmente producía a los tipos de sujetos que nombraba. Presenta el ejemplo del policía que grita en la calle “Eh, usted!” y concluye que esta llamada constituye de manera trascendente a la persona a la que interpela y emplaza. La escena es claramente disciplinaria; la llamada del policía es un intento de reencauzar a alguien. Pero en términos lacanianos podríamos verla también como la llamada de la constitución simbólica. Según insiste el mismo Althusser el esfuerzo performativo de nombrar sólo puede intentar dar el ser a su destinatario: siempre existe el riesgo de ciero desconocimiento.
Consideramos la fuerza de esta dinámica de interpelación y desconcomiento cuando el nombre no es un nombre propio sino una categoría social y por tanto un significante susceptible de ser interpretado de maneras divergentes y conflictivas. Ser interpelado como “mujer” o “judío” o “marica” o “negro” o “chicana” puede oírse o interpretarse como una afirmación o un insulto, dependiendo del contexto en que se produzca la interpelación (donde el contexto es la historicidad o espacialidad efectiva del signo). Cuando se dice uno de estos nombres por lo general existe cierta vacilación ante cómo responder o ante si se debe responder, porque hay que determinar si la totalización temporal efectuada por el nombre es políticamente habilitadora o paralizante si la clausura e incluso la violencia de la reducción totalizadora de la identidad efectuada por esa interpelación concreta es políticamente estratégica o represiva o si aun siendo paralizante y regresiva puede ser de algún modo también habilitadora.
El uso althusseriano de Lacan se centra en la función de lo imaginario como posibilidad permanente de desconocimiento, es decir, en la falta de común medida entre la exigencia simbólica (el nombre interpelado) y la inestabilidad e impredecibilidad de su apropiación.
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Del análisis anterior se desprenden dos series de preguntas. En primer lugar, ¿por qué en Historia de la sexualidad Foucault puede formular una resistencia frente al poder disciplinario de la sexualidad, mientras que en Vigilar y castigar el poder disciplinario parece producir cuerpos dóciles incapaces de resistencia? ¿Hay algo en la relación entre la sexualidad y el poder que posibilita la resistencia en el primer texto y determina que en el análisis del poder y los cuerpos del segundo esté notoriamente ausente una consideración de la sexualidad? Observemos que en Historia de la sexualidad la función represiva de la ley es socavada precisamente porque ella misma se convierte en objeto de carga y excitación eróticas. El aparato disciplinario fracasa a la hora de reprimir la sexualidad precisamente porque el aparato mismo es erotizado, convirtiéndose en la ocasión de una incitación a la sexualidad y por tanto de la anulación de sus propios fines represivos.
En segundo lugar, si tomamos en cuenta el carácter transferible de las cargas sexuales, podríamos preguntar: ¿qué es lo que condiciona la posibilidad que postula Foucault, la de rehusar el tipo de individualidad correlativa del aparato disciplinario del estado moderno? ¿Y cómo podemos explicar la vinculación precisamente a la clase de individualidad asociada al estado y que reconsolida la ley jurídica?
¿Hasta qué punto el aparato disciplinario que intenta producir y totalizar la identidad se convierte en objeto perdurable de vinculación apasionada?
No podemos simplemente sacudirnos las identidades que hemos devenido y el llamamiento de Foucault a “rehusarlas” de seguro encontrará resistencia. Si descartamos teóricamente que el origen de la resistencia se halle en un ámbito psíquico que precede o sobrepasa a lo social y debemos hacerlo, ¿podemos reformular la resistencia psíquica en términos de lo social sin que se convierta en domesticación o normalización? (¿Debe identificarse siempre lo social con lo preexistente y normalizable?) En concreto, ¿cómo podemos explicar no sólo la producción disciplinaria del sujeto, sino el cultivo disciplinario de una vinculación con el sometimiento?
Este planteamiento puede suscitar la cuestión del masoquismo -concretamente del masoquismo en la formación del sujeto- pero no responde a la pregunta sobre el estatuto de la vinculación o carga. Aquí surge el problema gramatical por el cual la vinculación parece preceder al sujeto de quien se dice que la tiene.
Sin embargo parece fundamental que suspendamos las exigencias gramaticales habituales y consideremos una inversión de los términos de tal manera que ciertas vinculaciones puedan preceder y condicionar la formación de los sujetos (la visualización de la libido en la fase del espejo el mantenimiento a través del tiempo de esa imagen proyectada como función discursiva del nombre). ¿Estamos hablando, entonces, de una ontología de la libido o carga, según la cual ésta es en algún sentido anterior al sujeto y separable de él, o de entrada todas las cargas de este tipo están estrechamente ligadas a una reflexividad que se estabiliza (dentro de lo imaginario) como yo? Si el yo se compone de identificaciones y la identificación es el desenlace del deseo entonces el yo sería el residuo del deseo, el efecto de una serie de incorporaciones que según sostiene Freud en El yo y el Ello rastrean un linaje de vinculaciones y pérdidas.
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Se dice que las habilidades lingüísticas son dominadas y dominables; sin embargo, Althusser representa este dominio claramente como una forma de sumisión: “la reproducción de su calificación sino al mismo tiempo la reproducción de la sumisión de los trabajadores a la ideología dominante” La sumisión a las reglas de la ideología dominante conduce a la problemática de la sujeción, que tiene el doble significado de haberse sometido a las reglas y de constituirse en la socialidad por obra de la sumisión.
Althusser escribe que “la escuela enseña ciertos tipos de “saber hacer” (des “savoir.faire”) de manera que aseguren el sometimiento (assujetissement) a la ideología dominante o el dominio de su práctica”. Consideremos el efecto lógico de la disyuntiva o dentro de esta formulación “el sometimiento a la ideología dominante o el dominio de su práctica.
Mientras más se domina una práctica más plenamente se logra el sometimiento. La sumisión y el dominio tienen lugar simultáneamente y en esta paradójica simultaneidad radica la ambivalencia del sometimiento. Aunque sería de esperar que la sumisión consistiese en la rendición a un orden dominante impuesto desde fuera y que estuviese marcada por una pérdida de control y dominio, está paradójicamente marcada por el dominio.
Al redefinir la sumisión precisamente de manera paradójica como una forma de dominio, Althusser trasciende la oposición binaria dominio/sumisión. Desde esta perspectiva, ni la sumisión ni el diminio son realizados por un sujeto; la simultaneidad vivida de la sumisión como dominio y del dominio como sumisión es la condición de posibilidad de la emergencia del sujeto.


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La sumisión a las reglas de la ideología dominante podría verse entonces como una sumisión a la necesidad de probar la inocencia ante una acusación como sumisión a la exigencia de pruebas ejecución de la prueba y adquisición del estatuto de sujeto en y por la conformidad con las condiciones de la ley interrogadora.
Por consiguiente devenir “sujeto” es haber sido presumido culpable y luego juzgado y declarado inocente. Y como esta declaración no es un acto único sino un estatuto incesantemente reproducido devenir sujeto es estar continuamente en vías de exonerarse de la acusación de culpabilidad. Es haberse convertido en emblema de legalidad en un ciudadano con buena reputación, pero para quien dicho estatuto es precario porque ha conocido de algún modo en algún lugar lo que es no tener esa reputación y por tanto haber sido repudiado como culpable.
Sin embargo puesto que esta culpa condiciona al sujeto, constituye la preshistoria del sometimiento a la ley mediante el cual se produce el suejto. Aquí podríamos conjeturar con acierto que si en Althusser hay tan pocas alusiones a malos sujetos ellos se debe a que el término roza el oxímoron. Ser malo es no ser todavía sujeto, no haberse exonerado todavía de la atribución de culpabilidad.
El desempeño de las tareas no se halla simplemente en conformidad con las habilidades, puesto que no existe un sujeto anterior al mismo; el desempeño penoso de las habilidades otorga poco a poco al sujeto en su estatuto como ser social. Hay culpabilidad después una práctica repetitiva por la cual se adquieren habilidades y sólo entonces la asunción del lugar gramatical coo sujeto dentro de lo social.
Decir que el sujeto se desempeña en conformidad con una serie de habilidades supone creerse, por así decir la palabra de la gramática: existe un sujeto que se encuentra con una serie de habilidades que debe aprender y las aprende o deja de hacerlo y sólo entonces puede decirse si las ha dominado o no. Dominar una serie de habilidades no es simplemente aceptarlas sino reproducirlas en y como parte de la propia actividad. No es simplemente actuar de acuerdo con una serie de reglas sino encarnarlas en el curso de la acción y reproducirlas en rituales de acción encarnados.
¿Es posible separar la dimensión psíquica de esta repetición ritual y los actos que la animan y la reaniman? La misma noción de ritual tiene por objeto volver inseparables la creencia y la práctica.


Mladen dólar establece una distinción entre materialidad e interioridad y luego la equipara a grandes rasgos con la división althusseriana entre la materialidad del aparato del estado y la presunta idealidad de la subjetividad. En una formulación con fuertes ecos cartesianos, dólar define la subjetividad mediante la noción de interioridad e identifica el dominio de la exterioridad (es decir, lo que es exterior al suejto) como material. Presupone que la subjetividad está compuesta de interioridad e idealidad, mientras que la materialidad pertenecería a su opuesto el mundo exterior.


Wittgenstein señala “Hablamos emitimos palabras y sólo después captamos el sentido de su vida”. La anticipación de este sentido rige el ritual “vacío” del habla y asegura si iterabilidad. En este sentido pues no es necesario tener fe antes de arrodillarnos ni conocer el sentido de las palabras antes de hablar. Por el contrario, ambas cosas se hacen con la fe de que el sentido surgirá en y mediante la articulación y esta anticipación no por ello está regida por una garantía de satisfacción noemática.
Si la suposición y el consentimiento no son pensables fuera del lenguaje de la suposición y el consentimiento y este lenguaje es ya la sedimentación de formas rituales -los rituales del cartesianismo-, entonces el acto por el cual podríamos “consentir” en arrodillarnos no es ni más ni menos ritual que el acto mismo de arrodillarnos.
Dólar confiere carácter explícitamente teológico a su objeción al sugerir que la reformulación althusseriana de la noción de materialidad según la cual ésta incluye el ámbito de la ideología, es demasiado incluyente que no deja espacio para una idealidad no materializable para el objeto perdido e introyectado que inaugura la formación del sujeto. Sin embargo, no queda claro cómo interpreta dólar exactamente la materialidad en Althusser ni si está borrando la dimensión ritual y por tanto temporal de la materialidad althusseriana en favor de una reducción de la materialidad a lo empírica o socialmente dado.
Es por ello también por lo que la vehemente insistencia de Althusser en la materialidad resulta insuficiente: el Otro que emerge aquí, el Otro del orden simbólico no es material, y Althusser encubre su falta de materialidad hablando de la materialidad de las instituciones y las prácticas. Si la subjetividad puede brotar del seguimiento material de ciertos rituales, ello es posible sólo en tanto que funcionan como automatismo simbólico es decir en tanto que están gobernados por una lógica inmaterial apoyada por el Otro. Ese Otro no puede descubrirse examinando la materialidad en última instancia lo que cuenta no es que sean materiales, sino que estén gobernados por un código y una repetición.”
Este último comentario establece una oposición entre materialidad y repetición que contradice directamente la argumentación de Althusser. Si la ideología es material en tanto que consiste en una serie de prácticas y éstas están gobernadas por rituales entonces las materialidad se define por el ritual y la repetición tanto cmo por concepciones más estrictamente empiricistas. Además los rituales de la ideología son materiales en tanto que tienen una capacidad productiva y en el texto de Althusser lo que los rituales producen es a los sujetos.
Dólar explica que los rituales no producen sjetos, sino subjetividad y que pueden hacerlo sólo en la medida en que ellos mismos estén gobernados por una lógica simbólica o reiterativa, una lógica que es inmaterial. Para él la subjetividad “brota del seguimiento material de ciertos rituales” donde brotar no es en sí mismo material. La subjetividad surge de manera inmaterial de una actuación ritual material, pero sólo a condición de que exista una lógica que preceda y apoye dicha actuación, una lógica inmaterial que codifique y reactualice los efectos idealizadores de la introyección. Pero ¿cómo podemos distinguir la repetición propia del ritual de la repetición propia del “automatismo simbólico”?
Consideremos la inseparabilidad de estas dos repeticiones en la descripción althusseriana de la materialidad de las ideas y lo ideal en la ideología.
Las ideas existen “inscritas” en actos que son prácticas normadas por rituales. ¿Pueden aparecer de algún otro modo y pueden tener una “existencia” fuera del ritual? ¿Qué implicaciones tiene concebir lo material no sólo como una repetición normada, sino como una repetición que produce a un sujeto que actúa con toda conciencia según su creencia? La creencia del sujeto no difiere en nada de las de Pascal; ambas son el resultado de la invocación repetitiva que Althusser denomina “materialidad”.
Dólar argumenta que Althusser no toma en cuenta la distinción entre materialidad y lo simbólico pero ¿dónde colocaríamos la “interpelación” en este trazado de la línea divisoria? ¿Es la voz de lo simbólico la voz ritualizada del estado o ambas se han vuelto indisolubles? Si para utilizar el término de dólar lo simbólico cobra “existencia” sólo enel ritual entonces ¿qué es lo que determina la idealidad de ese ámbito simbólico más allá de las diversas modalidades de su aparición e iterabilidad? El ritual se realiza mediante la repetición y ésta implica una discontinuidad de lo material, la irreductibilidad de la materialidad a lo fenoménico. En sentido estricto el intervalo que determina la repetición no aparece, sino que constituye por así decir la ausencia a través de la cual se articula lo fenoménico. Pero esta no-aparición o ausencia no es por ello una “idealidad” puesto que se halla íntimamente ligada a la articulación como necesidad constitutiva y ausente de la misma.
La resistencia teológica al materialismo por parte de dólar aparece ejemplificada en su defensa explícita de la herencia cartesiana de Lacan, su insistencia en la pura idealidad del alma, aunque también la obra de Althusse está estructurada por un impulso teológico, como se ve en la figura de la ley pnitiva. Doar sugiere que aunque la ley regule con éxito a sus sujetos nunca podrá alcanzar cierto registro interior de amor: “en el mecanismo de la interpelación interviene un residuo, el sobrante del corte radical y este residuo puede ocalizarse en la experiencia del amor”. Un poco más adelante se pregunta: ¿Podría decirse que el amor es lo que encontramos más allá de la interpelación?
En palabras de dólar el amor es una “elección forzosa”, lo cual sugiere que su idea de un sujeto que consiente en arrodillarse y orar tenía como propósito explicar algún tipo de “consentimiento forzoso”. El amor se encuentra más allá de la interpelación precisamente porque se considera que es forzado por una ley inmaterial -lo simbólico- que se encuentra por encima de las leyes rituales que rigen las diversas prácticas amorosas: “El Otro que emerge aquí, el Otro de orden simbólico, no es material, y Althusser encubre su falta de materialidad hablando de la materialidad de las instituciones y las prácticas”. El otro perdido introyectado que se convierte en la condición inmaterial del sujeto, inaugura la repetición característica de lo simbólico, la fantasía interrumpida de un regreso que no es ni puede ser nunca completado.
Aceptemos provisionalmente esta descripción psicoanalítica de la formación del sujeto aceptemos que el sujeto no puede formarse sino mediante una relacion proscrita con el Otro, y aceptemos incluso que este Otro proscrito reaparece como la condición introyectada de la formación de sujeto, escindiéndolo en sus comienzos.
Aún así podemos preguntarnos ¿existen otras formas de “perder” al Otro ademas de la introyección y existen diversos modos de introyección del Otro. ¿Estos términos no están culturalmente elaborados, más aún, ritualizados, hasta tal punto que ningún metaesquema de lógica simbólica escapa a la hermenéutica de la descripción social?
No podemos responder aquí a estas preguntas, pero señalan una dirección de pensamiento que quizás sea anterior a la cuestión de la conciencia, es decir, la cuestión que preocupaba a Spinoza, a Nietzsche, y más recientemente a Giorgio Agamben: ¿Cómo podemos explicar el deseo de ser como deseo constitutivo? Si resituamos en este contexto la conciencia y la interpelación, podríamos entonces agregar otra pregunta: ¿Cómo explotan este deseo la ley en singular y las leyes de diverso tipo de tal manera que nos rindamos a la subordinación con el fin de conservar algún sentido de “ser” social?
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En conclusión, Agamben nos ofrece una vía para repensar la ética en términos del deseo de ser, alejada por tanto de cualquier formación particular de la conciencia:
...si los seres humanos fuesen o tuviesen que ser una sustancia u otra, un destino u otro, no sería posible la experiencia ética...
Ello no quiere decir, sin embargo, que los seres humanos no sean, y no tengan que ser, nada, que simplemente estén confinados a la nada y por tanto peudan decidir libremente ser o no ser, adoptar o no un destino u otro (el nihilismo y el decisionismo coinciden en este punto). Hay efectivamente algo que los seres humanos son y tienen que ser pero no se trata de una esencial ni propiamente de una cosa: Se trata del simple hecho de la propia existencia como posibilidad o potencialidad.”
Podemos interpretar el texto de Agamben como una afirmación de que esta posibilidad debe resolverse en algo pero no puede anular su propio estatuto de posibilidad mediante dicha resolución. O mejor podríamos redefinir el “ser” como precisamente la potencialidad que cualquier interpelación concreta dejar sin agotar. Es muy posible que este fracaso de la interpelación socave la capacidad del sujeto para “ser” en el sentido de la identidad consigo mismo pero también puede mostrar el camino hacia una forma de ser más abierta, e incluso más ética en el futuro o para el futuro.
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