lunes, 18 de octubre de 2010

el poder de sometimiento, Melanie Klein, por Judith Butler


Judith Butler

El sometimiento psíquico consiste en una modalidad específica del sometimiento. No se limita a reflejar o representar relaciones más amplias de poder social, aunque se halla firmemente ligado a ellas. Freud y Nietzsche ofrecen explicaciones distintas de la formación del sujeto basadas en la productividad de la norma. Ambos explican la fabricación de la conciencia como efecto de una prohibición internalizada (con lo cual definen la “prohibición” como no sólo privativa, sino también productiva): la prohibición de la acción o la expresión vuelve a la “pulsión” sobre sí misma, fabricando un ámbito interno, el cual es la condición de la introspección y la reflexividad. La pulsión que se vuelve sobre sí misma se convierte en condición catalizadora de la formación del sujeto; se trata de un anhelo primario en repliegue que aparece también esbozado en la visión e la conciencia desventurada de Hegel. Independientemente de que sean anhelos, deseos o pulsiones primarias los que realicen esta vuelta sobre sí mismos, en todos los casos se produce un hábito psíquico de autocensura que con el paso del tiempo se consolida como conciencia.

La conciencia es el medio por el cual el sujeto se convierte en objeto para sí mismo, reflexionando sobre sí, estableciéndose como reflexivo en el doble sentido de la palabra (reflective, que reflexiona, y reflexive, que refleja). El “yo” no es simplemente alguien que piensa sobre sí mismo, sino que se define por esta capacidad para la relación reflexiva (reflective) consigo mismo o reflexividad. Para Nietzsche, la reflexividad es consecuencia de la conciencia; el autoconocimiento es resultado del autocastigo. (Por consiguiente naide se conoce a sí mismo/a antes de repliegue del deseo). Uno/a se convierte en objeto de reflexión para sí mismo/a con el fin de refrenar el deseo; uno/a queda establecido/a como ser reflexivo, como ser que puede tomarse a sí mismo por objeto, en el proceso de producción de la propia otredad. La reflexividad se convierte en el medio por el cual el deseo se transmuta regularmente dentro del circuito de la autorreflexión. La vuelta del deseo sobre sus pasos que culmina en la reflexividad produce, sin embargo, otro tipo de deseo: el deseo por ese mismo circuito, por la reflexividad, y en ultima instancia por el sometimiento.
¿De qué manera es refrenado, vuelto sobre sus pasos, o incluso prohibido, el deseo? La reflexión sobre el deseo absorbe a éste en la reflexión: veremos cómo funciona esto en Hegel. Pero existe otro tipo de prohibición que queda fuera del circuito de la autorreflexión. Freud distingue entre represión y repudio, señalando que el deseo reprimido pudo vivir en algún momento ajeno a su prohibición, mientras que el deseo repudiado está rigurosamente excluido y constituye al sujeto a través de cierto tipo de pérdida preventiva.

En otro lugar he sugerido que el repudio de la homosexualidad parece ser el fundamento de cierta versión heterosexual del sujeto. La fórmula “Nunca he amado” a nadie de género similar y “Nunca he perdido” a una persona así funda al “yo” sobre el “nunca-jamás” de ese amor y esa pérdida. De hecho, la consecución ontológica del “ser” heterosexual se puede localizar en esta doble negación, la cual da origen a su melancolía constitutiva, una pérdida enfática e irreversible que forma la precaria base de ese “ser”.

Resulta significativo que Freud identifique la conciencia exacerbada y la autocensura como indicios de melancolía, el estado provocado por el duelo incompleto. El repudio de ciertas formas de amor sugiere que la melancolía que funda al sujeto (y por consiguiente amenaza siempre con desestabilizar y perturbar sus fundamentos) se debe a un duelo incompleto e irresoluble. Negada e incompleta, la melancolía es el límite a sentido de pouvoir de sujeto, a su sentido de lo que puede lograr y, en ese sentido, a su poder. La melancolía disocia al sujeto, marcando un límite a lo que puede abarcar. Puesto que el sujeto no reflexiona sobre la pérdida, ni tampoco puede hacerlo, esa pérdida marca el límite de la reflexividad, es lo que desborda (y condiciona) sus circuitos. Entendida como repudio, esa pérdida inaugura al sujeto y lo amenaza con la disolución.

Considerado desde una perspectiva nietzscheana y hegeliana, el sujeto se coarta a sí mismo, lleva a cabo su propia sujeción, desea y fabrica sus propios grilletes, y de ese modo se vuelve contra un deseoe que sabe que es -o supo que era- suyo. Para entender cómo una pérdida puede anteceder al sujeto, hacerlo posible (e imposible), debemos considerar el papel que desempeña en la formación del sujeto.

¿Existe alguna pérdida que no pueda ser pensada, que no pueda ser reconocida o llorada, y que constituya la condición de posibilidad del sujeto? ¿Es lo que Hegel llamó “la pérdida de la pérdida”, un repudio incognoscible sin el cual el sujeto no puede perdurar, una ignorancia y una melancolía que permite considerar como propias todas las pretensiones de conocimiento? ¿No existe acaso un anhelo de llorar -y, de manera equivalente, una incapacidad para hacerlo- lo que uno/a no fue capaz de amar, un amor que no estaba a la altura de las “condiciones de existencia”? Esta pérdida no es sólo del objeto o de un conjunto de objetos, sino de la posibilidad misma del amor: la pérdida de la capacidad de amar, el duelo interminable por aquello que funda al sujeto. Por un lado, continúa, por así decir, la tradición de imposibilidad inherente al vínculo al cual sustituye.

Existen, por supuesto, varios modos de negarse a amar, no todos los cuales pueden ser considerados como repudio. Pero ¿qué ocurre cuando cierto repudio del amor se convierte en la condición de posibilidad de la existencia social? ¿No se produce entonces una socialidad en la cual la pérdida no puede ser llorada porque no puede ser reconocida como tal, porque lo que se pierde nunca tuvo derecho a existir?

Aquí podríamos distinguir entre: a) un vínculo que posteriormente es negado y b) un repudio que determina la forma que puede adoptar cualquier vínculo. En este último caso, el repudio puede conectarse productivamente con la noción foucaultiana del ideal regulador, un ideal que determina que ciertas formas de amor sean posibles y otras imposibles. Dentro del psicoanálisis, pensamos que la sanción social está codificada en el ideal del yo y es fiscalizada por el super-yo. Pero ¿qué significa que la sanción social actúe para producir, mediante el repudio, el ámbito posible del amor y la pérdida? En tanto que repudio, la sanción actúa, no para prohibir el deseo existente, sino para producir ciertos tipos de objetos y excluir otros del campo de producción social. Por consiguiente, no actúa siguiendo la hipótesis represiva, tal como postuló y criticó Foucault, sino como un mecanismo de producción que, sin embargo, puede tener como base una violencia originaria.

En la obra de Melanie Klein el sentimiento de culpa parece emerger, no como consecuencia de la internalización de una prohibición externa, sino como modo de proteger al objeto de amor y por consiguiente el amor mismo. ¿Cómo es posible que el sentimiento de culpa sea el medio por el cual el amor protege al objeto al que de otra manera podría destruir? En tanto que recurso provisional para prevenir una destrucción psíquica de una norma originalmente social y externa cuanto un deseo compensatorio de conservar al objeto al cual se le desea la muerte. Es en este sentido que el sentimiento de culpa emerge en el curso de la melancolía, no sólo para mantener vivo al objeto muerto, como sostiene la perspectiva freudiana, sino para proteger al objeto viviente de la “muerte” donde muerte significa la muerte del amor, que incluye los casos de separación y de pérdida.

¿Sugiere entonces la visión kleiniana que la función del amor puede explicarse completamente sobre la base de una economía psíquica sin residuos socialmente significativos? ¿O podemos situar la significación social del sentimiento de culpa en un registro distinto del de la prohibición: el deseo de reparación? Puesto que tiene como fin proteger al objeto de la propia agresión, una agresión que siempre acompaña al amor (como conflicto), el sentimiento de culpa ingresa en el escenario psíquico como necesidad. Si el objeto desaparece, desaparece también una fuente de amor. En cierto sentido, el sentimiento de culpa actúa para coartar la expresión agresiva del amor que podría destruir al objeto amado, un objeto considerado como fuente de amor, en sentido contrario, sin embargo, actúa para preservar al objeto como objeto de amor (su idealización) y por consiguiente (mediante la idealización), preservar la posibilidad de amar y ser amado. La agresión -o el odio- no sólo son mitigados, sino también desplazados contra la persona que ama, manifestándose en las autocensuras del super-yo.

Puesto que el amor y la agresión operan conjuntamente, la mitigación de la agresión por medio del sentimiento de culpa supone también el menoscabo del amor. El sentimiento de culpa funciona, entonces, tanto para repudiar como para prolongar el amor o mejor dicho para prolongar el amor (de manera menos apasionada, claro está) como efecto de un repudio.
El esquema de Klein suscita una serie de preguntas en torno a la relación entre amor y agresión. ¿Cuáles pueden ser las razones para desear la muerte del objeto de amor? ¿Se trata de un sadismo primario explicable a partir de un instinto de muerte primario o existen otras explicaciones para el deseo de vencer a lo que se ama? Siguiendo a Freud, Klein sitúa el deseo de vencimiento dentro de la problemática de la melancolía, mostrando así que se trata de una relación con un objeto ya perdido; ya perdido y que, por tanto, reúne los requisitos para cierto tipo de vencimiento.

Klein relaciona el sentimiento de culpa hacia el objeto con el deseo de triunfar sobre él, puesto que, llevado demasiado lejos, el sentimiento de triunfo amenazaría con destruir al objeto como fuente de amor. Sin embargo, podríamos pensar que ciertas formas de amor conllevan la pérdida del objeto no sólo por un deseo innato de triunfo, sino porque tales objetos no cumplen los requisitos para ser objetos de amor: como objetos de amor están marcados para la destrucción. De hecho, pueden amenazar con la propia destrucción: “Seré destruido/a si amo de esa manera”. Al estar marcado para la “muerte”, el objeto está ya, por así decir, perdido, y el deseo de vencerlo no es otra cosa que el deseo de vencer a un objeto que, de ser amado, acarrearía la destrucción para el que ama.

¿Podemos localizar los manejos del poder social precisamente en la delimitación del campo de estos objetos marcados para la muerte? ¿Contribuye esto a la irrealidad, la agresión melancólica y el deseo de vencimiento que caracterizan la reacción pñublica a la muerte de muchos de aquellos considerados “socialmente muertos”, los que mueren de sida?

¿Los homosexuales, las prostitutas, los drogadictos, entre otros? Si están muriendo o están ya muertos, venzámoslos de nuevo. ¿Y puede conquistarse el sentimiento de “triunfo” a través de una práctica de diferenciación social según la cual alcanzar y mantener la propia “existencia social” exige la producción y el mantenimiento de aquellos que está socialmente muertos? ¿No podría leerse también la paranoia que estructura el discurso público sobre estos temas como una inversión de esta agresión: mediante la inversión, el deseo de vencer al otro muerto acaba marcando a éste como amenaza de muerte, proyectándolo como el (inverosímil) perseguidor de los socialmente normales y normalizados?

¿Qué es entonces lo que se desea en el sometimiento? ¿Se trata simplemente de afición por los grilletes o estamos ante un escenario más complejo? ¿Cómo podemos sobrevivir si las condiciones que garantiza la existencia son las mismas que exigen e instituyen la subordinación? Desde esta perspectiva, el sometimiento sería el efecto paradójico de un régimen de poder por el cual las mismas “condiciones de la existencia”, la posibilidad de persistir como ser social reconocible, exigen la formación y el mantenimiento del sujeto en la subordinación.

Si aceptamos la idea de Spinoza de que el deseo es siempre deseo de persistir en el propio ser, y sustituimos la sustancia metafísica del ideal por una noción más maleable de ser social, entonces quizás podríamos redefinir el deseo de persistir en el propio ser como algo que sólo puede negociarse dentro de las peligrosas condiciones de la vida social. El peligro de muerte es, por tanto, coextensivo a la insuperabilidad de lo social. Si las condiciones conforme a las cuales se formula, se sustenta y se retira la “existencia” constituyen el vocabulario activo y productivo el poder, persistir en e propio ser significa, entonces, estar entregado desde siempre a unas condiciones sociales que no son nunca del todo creación propia. El deseo de persistir en el propio ser exige someterse a un mundo de otros que en lo esencial no es de uno/a (esta sumisión no se produce en fecha posterior, sino que delimita y posibilita el deseo de ser). Sólo persistiendo en la otredad se puede persistir en el “propio” ser. Vulnerable ante unas condiciones que no ha establecido, uno/a persiste siempre, hasta cierto punto, gracias a categorías, nombres, términos y clasificaciones que implican una alienación primara e inaugural en la socialidad. Si estas condiciones instituyen una subordinación primaria o en efecto una violencia primaria, entonces el sujeto emerge contra sí mismo a fin de, paradójicamente, ser para sí.

¿Podría desear el sujeto algo distinto a su continuada “existencia social”? Si ésta no puede ser anulada sin que se produzca algún tipo de muerte, ¿puede aun así arriesgarse la existencia, cortejarse o perseguirse la muerte, con el fin de desenmascarar la influencia del poder social sobre las condiciones de la propia persistencia y crear la oportunidad de transformarlas? El sujeto está obligado a repetir las normas que lo han producido, pero esa repetición crea un ámbito de riesgo porque si no consigue restituir las normas “correctamente”, se verá sujeto a sanciones posteriores y sentirá amenazadas las condicones imperantes de su existencia. Y sin embargo sin una repetición que ponga en peligro la vida -en su organización actual- ¿cómo podemos empezar a imaginar la contingencia de su organización y a reconfigurar performativamente los contornos de las condiciones de la vida?
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Un análisis crítico del sometimiento conlleva: 1) una descripción del modo como el poder regulador mantiene a los sujetos en la subordinación produciendo y explotando sus requerimientos de continuidad, visibilidad y localización; 2) el reconocimiento de que el sujeto producido como algo continuo, visible y localizado se halla sin embargo habitado por un residuo inasimilable, una melancolía que marca los límites de la subjetivación; 3) una descripción de la iterabilidad del sujeto que muestre que la potencia bien podría consistir en oponerse a las condiciones sociales que lo engendran y transformarlas.


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