martes, 5 de octubre de 2010

la teoría del comercio, el mercado, el ahorro y el dinero y el valor

la teoría del comercio


Un problema clave de la teoría del comercio internacional, como he mencionado anteriormente, deriva de su insistencia en extraer sus metáforas, y en particular la muy decisiva del “equilibrio”, de la ciencia física. Esa opción se ejerció por primera vez en la década de 1880 y desplazó a la metáfora reinante del cuerpo político -con sus funciones diferenciadas basadas en la dependencia mutua- empleada por los juristas y sociólogos desde tiempos de Aristóteles, si no desde antes. La elección de la metáfora del “equilibrio” llevaba consigo la necesidad de introducir ciertas hipótesis en la ciencia económica, y las conclusiones de la teoría del comercio -que éste beneficiaría a todos haciéndolos a todos igualmente ricos- están insertas en sus propias hipótesis: información perfecta, competencia perfecta, inexistencia de rendimientos crecientes con la escala, etc. Parafraseando al premio Nobel de Economía James Buchanan, con esas hipótesis no hay razón para que se desarrolle el comercio. Si todos supieran exactamente lo mismo y no hubiera costes fijos (que permiten economías de escala), cada ser humano habría funcionado como un microcosmos de producción autosuficiente, y no habría habido ningún comercio excepto en materias primas. Las hipótesis que se asumen para que la teoría del comercio tenga algo que prometer a los pobres habrían hecho prescindir, desde el punto de vista lógico, de todo comercio excepto a lo más en productos primarios. En 1953, durante la caza de brujas de inquierdistas en Estados Unidos, Milton Friedman (1912-2006) enterró en la práctica cualquier debate sobre las hipótesis de la teoría económica: no había que reflexionar sobre lo que la teoría del comercio da por supuesto, sino sobre lo que supone en realidad para Estados Unidos.


Son las innovaciones, más que los ahorros y el capital per se, las que acrecientan el bienestar. Desde ambos extremos del espectro político, Karl Marx y Joseph Schumpeter se muestran de acuerdo en la esterilidad del capital como Alicia en el País de las Maravillas cuando la Reina de Corazones le dice a Alicia: “Así de rápido tendrás que correr para permanecer en el mismo sitio”. En la economía global sólo se puede conservar el bienestar mediante innovaciones continuas. Si el principal constructor de buques de vela se dormía en los laureles corría el riesgo de despertar de repente en un sector en el que los salarios y el empleo se hundían irremisiblemente al hacerse con el mercado los buques de vapor. Schumpeter decía que el capitalismo es como un hotel en el que siempre hay alguien en la suite de lujo, aunque sus ocupantes estén cambiando constantemente. El mejor productor de lámparas de queroseno se arruinó en pocos meses con la aparición de la electricidad. El status quo conduce inevitablemente a la pobreza. Es esto precisamente lo que hace tan dinámico al sistema capitalista, pero ese mismo mecanismo también contribuye a crear enormes diferencias entre países ricos y países pobres. Sin embargo, cuando mejor entiende uno esa dinámica más puede hacer para ayudar a los países subdesarrollados a salir de su pobreza.

Un subconsumo potenciales
El fordismo -entendido como sistema en el que los salarios aumentan a la par con la productividad del principal sector industrial- tuvo la interesante consecuencia de mantener relativamente estable durante la mayor parte del siglo XX la distribución del PIB entre trabajo y capital. En mi opinión, ese tipo de espiral de bienestar se ha roto o deteriorado, al menos temporalmente. En este momento nuestros salarios reales dependen más de la disminución de precios que de los aumentos nominales. Esto es en cierta medida un fenómeno cíclico recurrente de deflación (caída de precios) tras las explosiones de productividad, pero hoy día se está convirtiendo en un factor estructural más permanente, como consecuencia del surgimiento de China y la India -países que no participan del régimen salarial fordista- como nuevos protagonistas de la economía global, y también de la importante pérdida de poder de los sindicatos. De ahí que en muchos países los salarios reales hayan comenzado a caer en relación con el PIB. Este último factor, en particular, es una novedad, claramente observable en países como Estado Unidos, donde las reducciones de impuestos han beneficiado sobre todo a las capas más ricas de la sociedad, que gastan una parte muy pequeña de sus ingresos y que son más proclives a comprar con sus ahorros un castillo en Francia que a gastar en la hamburguesería de la esquina. Ese subconsumo potencial -otro fenómeno inaccesible para la caja de herramientas de la economía neoclásica- ocurre cíclicamente en el capitalismo, y la política fiscal y salarial estadounidense no constribuye precisamente a resolverlo. También, por primera vez desde la década de 1930, Europa afronta crecientes presiones en favor de la reducción de los salarios reales. Los periodos de más rápido aumento de los salarios reales fueron periodos de “equilibrio de poderes compensados” (Galbraith) como las décadas de 1950 y 1960, durante los cuales el equilibrio entre patronos industriales y sindicatos dio lugar a un régimen salarial fordista.


Milton Friedman


Cuando la Gran Depresión se hallaba en su peor momento, durante el verano de 1934, dos jóvenes estudiantes de economía de la Universidad de Columbia pasaron seis semanas juntos en la soledad del norte de Ontario en Canadá. Estaban solos y su único medio de transporte era una canoa. Para Moses Abramovitz (1912-2000) y Milton Friedman (1912-2006), aquél fue el comienzo de una amistad que duraría toda la vida.

Ambos se convirtieron en distinguidos economistas, uno en Stanford y el otro en Chicago. Ambos tuvieron el honor de ocupar la presidencia anual de la Asociación Económica Americana. Aparte de eso, sus planteamientos económicos eran notablemente diferentes. Milton Friedman se convirtió en portavoz de lo que he denominado “Economía de la Guerra Fría”, de “la magia del mercado”, y de la idea de que el distanciamiento de la realidad fortalece la teoría económica. En su libro de 1953 Essays in Positive Economics, dice: “Se verá que las hipótesis verdaderamente importantes y significativas se basan en “supuestos” que son representaciones descriptivas muy imprecisas de la realidad, y en general, cuanto más significativa sea la teoría, más irreales serán esos supuestos”.

Friedman estableció así una relación inversamente proporcional entre ciencia y realidad, en una profesión en la que las suposiciones irreales incrementaban el prestigio científico. Para él, “el mercado” ofrecía la respuesta a la mayoría de las preguntas; a ese respecto no se puede decir que le atormentaran las dudas. En cuanto a Abramovitz, en cambio, como se ve en el segundo epígrafe, le estremecía nuestro nivel de ignorancia sobre las fuentes del crecimiento económico. De los dos, Friedman era el orador más convincente. Abramovitz me dijo una vez: “He ganado muchos debates contra Milton, pero nunca cuando estaba presente”.

Sólo asistí una vez, a finales de la década de 1970, a una conferencia de Milton Friedman, en la que defendió el “libre mercado” frente a la acusación de que genera monopolios. El único monopolio duradero, dijo, era el de los diamantes, pero eso no nos ayuda nada para entender la pobreza del Tercer Mundo. Otro presidente de la Asociación Económica Americana, John Kenneth Galbraith (1908-2006), describió en varios libros lo que distancia a las estructuras económicas de los países ricos de las de los países pobres: las primeras se caracterizan por competencias oligopolistas en la industria, donde el poder y las rentas se dividen entre los “poderes compensados” de los grandes negocios, las centrales sindicales y un gobierno económicamente activo, mientras que en los segundos es la economía la que sigue determinando su realidad, así como la de cada agricultor individual del Tercer Mundo, impotente frente al mercado mundial.

Durante toda mi vida profesional he podido apreciar la discordancia entre la retórica del libre mercado de gente como Milton Friedman y la política económica real que se llevaba a cabo. He observado una realidad en la que la política económica activa ha intentado de forma coherente construir el tipo de estructuras descritas por Galbraith. Mi primer puesto académico fue como ayudante de investigación en el Instituto Latinoamericano de St. Gall, en Suiza. Eso me llevó a principios de la década de 1970, cuando todavía era muy joven, a muchos países sudamericanos al servicio de la Cooperación Técnica Suiza y de la UNCTAD, y también trabajé en Chile durante las presidencias de Salvador Allende y de Augusto Pinochet. Por cierto, Chile era un centro neurálgico regional desde el punto de vista económico e industrial -“una oficina local del imperio”- desde su victoria sobre sus vecinos del norte en la guerra del Pacífico (1879-1883). En segundo lugar, no es que después de 1973 Chile no tuviera una política industrial, sino que el gobierno de Pinochet realizó un viraje emprendiendo una política más agresiva, volcada hacia el exterior y sofisticada. El giro deliberado de las bodegas chilenas, pasando de las exportaciones de vino a granel al vino embotellado -lo que contravenía probablemente las reglas de la OMC-, es un ejemplo. Otro caso en el que la realidad no se corresponde con la retórica del libre mercado es el de la Corporación Nacional del Cobre (CODELCO), la mayor empresa exportadora de Chile, que Pinochet no privatizó sino que decidió mantener en manos del Estado. Las restricciones chilenas a los flujos de capital internacional constituyen otro ejemplo.

En el capítulo 3 resumí mi experiencia en relación con la política industrial irlandesa en 1980. En 1983 me trasladé junto con mi familia de Italia a Finlandia -otro país que como Irlanda siguió una política de sustitución de importaciones muy similar a la de Latinoamérica-, con el fin de crear allí una empresa industrial. Una de las razones por las que quería establecerme en Finlandia era la protección arancelaria ofrecida allí a los productores del país; sin embargo, como supuesto inversor extranjero en la industria finlandesa necesitaba un permiso del Ministerio de Industria, que no me lo concedió hasta que hubo consultado con mis potenciales clientes en Finlandia, los tres grandes fabricantes de pinturas, prohibiendo además específicamente a mi empresa actividades en las que pudiera competir con las compañías finesas existentes. Como mi fábrica quedaba fuera de las áreas de mayor presión económica, me concedieron el mismo tipo de incentivos que se ofrecían a las empresas industriales que se establecían en Irlanda por aquella época. Típicamente, el paquete de subvenciones ofrecía al propietario de la fábrica su construcción prácticamente gratis, además de un subsidio que rondaba el treinta por 100 de los costes salariales el primer año, el veinte por 100 el segundo y el diez por 100 el tercero. Ahora todo un ejército de economistas bien pagados pretenden hacer creer al mundo que el éxito de Irlanda y Finlandia se debió únicamente a “la magia del mercado”.

Ese tipo de política no se limitaba a la periferia de Europa. Cuando en la década de 1990 trabajé como asesor del Secretario General de la Unión Europea encargado de los asuntos regionales y la innovación, observé en muchos despachos un enorme mapa de la UE codificado en colores que no coincidían con las fronteras nacionales. Lo más curioso de aquel mapa era que algunas áreas muy pequeñas, en torno a las mayores ciudades europeas como Londres, París y Francfort, no estaban coloreados. Aquellas diminutas manchas en el mapa eran las únicas áreas que no gozaban de ningún tipo de incentivo económico; en cambio, el noventa y cinco por 100 del territorio de la Unión Europea disfrutaba de algún tipo de “subsidio”. Las medidas aplicadas en Finlandia a mediados de la década de 1980 eran las mismas que había empleado Enrique VII de Inglaterra exactamente quinientos años antes: aranceles y bonificaciones a fin de atraer la industria de otros lugares.

El trabajo de Moses Abramovitz nos ayudará a entender por qué ese culto a la industria durante quinientos años ha supuesto un paso obligado para el desarrollo económico. A mediados de la década de 1950, pertrechado con las estadísticas de la economía estadounidense desde 1870 hasta 1950, decidió estimar qué proporción del crecimiento económico se podía atribuir a las variables con las que éste se ha explicado tradicionalmente: capital y trabajo. Para su sorpresa encontró que esos dos factores combinados sólo podían explicar el quince por 100 del crecimiento durante el periodo de ochenta años mecionado. Los factores tradicionales del crecimiento económico dejaban sin explicar un “resto” del ochenta y cinco por 100, una “medida de nuestro nivel de ignorancia”, como decía muy acertadamente Abramovitz.
El trabajo de Moses Abramovitz nos ayudará a entender por qué ese culto a la industria durante quinientos años ha supuesto un paso obligado para el desarrollo económico. A mediados de la década de 1950, pertrechado con las estadísticas de la economía estadounidense desde 1870 hasta 1950, decidió estimar qué proporción del crecimiento económico se podía atribuir a las variables con las que éste se ha explicado tradicionalmente: capital y trabajo. Para su sorpresa encontró que esos dos factores combinados sólo podían explicar el quince por 100 del crecimiento durante el periodo de ochenta años mencionado. Los factores tradicionales del crecimiento económico dejaban sin explicar un “resto” del ochenta y cinco por 100, una “medida de nuestro nivel de ignorancia”, como decía muy acertadamente Abramovitz.

Otros economistas, entre ellos el premio Nobel de 1987 Robert M. Solow, asumieron este reto, atacando el problema desde diferentes ángulos y con distintas metodologías. Sorprendentemente, todos ellos llegaron al mismo enigmático resto de alrededor del ochenta y cinco por 100. En Estados Unidos esto llevó a un prolongado proyecto de investigación de la “contabilidad del crecimiento” y a tratar de descomponer ese resto y atribuirlo a distintos factores como educación, investigación y desarrollo (I+D), cambio tecnológico, etc.

Por aquella época Richard Nelson destacó la sinergia entre diferentes insumos. La educación y la I+D juntos hacen posible la innovación y el cambio tecnológico, pero si un país no dispone de innovaciones, ni el capital ni la educación resolverán por sí solos ningún problema. Todo el proceso que explica el “resto” del ochenta y cinco por 100 es sistémico, lo que el economista inglés Christopher Freeman llamaría más tarde un “sistema nacional de innovación”. En cierto sentido regresamos así a la explicación de la riqueza que daba en el siglo XIII el canciller florentino Brunetto Latini como ben commune sinérgico, examinada en el Capítulo 3. El propio Abramovitz resaltó la diferencia entre lo que llamaba fuentes “inmediatas” del crecimiento y las causas a un nive más profundo. En su opinión, la inversión de capital físico y humano, la productividad total de los factores y las variables utilizadas en la contabilidad del crecimiento eran las fuentes “inmediatas” del crecimiento económico, pero había que preguntarse qué hay por debajo de esas variables.
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El resumen de mi tesis doctoral, escrita en 1978-1979, comienza con una referencia al artículo de Abramovitz de 1956 en el que descubrió el “resto”. La tesis se inicia con una cita de Antonio Serra, quien en 1613 explicaba la riqueza de Venecia como consecuencia de la sinergia entre un gran número de diferentes actividades económicas (una concienzuda división del trabajo), todas ellas con rendimientos crecientes, mientras que en su opinión la pobreza de su ciudad natal, Nápoles, tan rica en recursos naturales, se debía esencialmente a la insuficiente diversidad económica y la falta de rendimientos crecientes.

A medida que pasaba el tiempo yo estaba cada vez más convencido de que las percepciones de Antonio Serra y de Moses Abramovitz -aunque separadas por un lapso de 340 años- estaban íntimamente relacionadas en algún modo. El “resto” y el propio crecimiento económico “dependen de las actividades”; el “resto” sería enorme con el tipo de actividades y las condiciones que Serra describía en Venecia, y sería mínimo en las que atribuía a Nápoles. El crecimiento sostenido y un gran “resto” requieren diversidad y rendimientos crecientes que alimenten los mecanismos autorreforzados del crecimiento económico: un sistema en el que las innovaciones pueden “saltar” de un sector de la economía a otro como observaban los visitantes de Delft en 1650 o los de Silicon Valley y Londres en 2000. Sólo en esas circunstancias aumentaría sustancialmente el salario de gente corriente como los barberos.


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En la dácada de 1840 ese fenómeno recibía el nombre de “libre comercio”, y hoy se le llama “globalización”. Durante un largo periodo de tiempo el mercado de valores no apreció las diferencias entre el enorme aumento de productividad y la posición dominante en el mercado de las empresas que encabezaban el nuevo paradigmática tecnoeconómico, como US Steel and Microsoft, y las características de las industrias en sectores maduros como la producción de cuero y otros artículos de baja tecnología. Incluso ahora, los políticos de todo el mundo parecen convencidos de que ha sido la apertura de la economía y su libre comercio, más que sus avances tecnológicos, los que han enriquecido a las empresas de Silicon Valley.

Esa ilusión fue catastrófica para los pequeños inversores que habían invertido los ahorros de toda su vida en proyectos que resultaron no ser más que burbujas.

La paradoja histórica que cabe detectar en todo esto es que es precisamente durante los periodos en que las nuevas tecnologías están cambiando sustancialmente la economía y la sociedad -como el vapor en la década de 1840 y la tecnología de la información en la de 1990- cuando los economistas dan nuevo pábulo a las teorías basadas en el comercio y el trueque en las que la tecnología y los nuevos conocimientos no tienen lugar. Cabría decir, haciéndose eco de Friedrich List que confunden al portador del progreso, el comercio, con su causa, la tecnología. Paradójicamente, lo mismo se podría decir de la teoría del desarrollo económico de Adam Smith, quien no parecía percibir que a su alrededor se estaba produciendo una Revolución Industrial cuando la formuló.
La ilusión paralela del “libre comercio” es igualmente perjudicial para los habitantes de países como Perú o Mongolia, que, en nombre de la globalización, han perdido su industria. Friedrich Lists se suicidó en 1846, pocos meses después de que Inglaterra hubiera convencido aparentemente al resto de Europa para que abandonara sus aranceles sobre los productos industriales renunciando a los suyos sobre los productos agrícolas. Sin embargo, después de su muerte la teoría de List de que el libre comercio debía esperar hasta que todos los países se hubieran industrializado, fue rápidamente adoptada en términos de política práctica en toda Europa y en Estados Unidos. Se puede decir que la teoría de List gozaba todavía de gran estima cuando la Comunidad Europea aceptó la entrada de España en la década de 1980.


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cantamañanas y el refranero bursátil

Hay mucha más gente perjudicada por la tendencia estructural bajista de los mercados de la que hablan los analistas "técnicos". Por un lado la credibilidad de los analistas que no hayan sabido preservar el capital. Por otro, el crédito de todos los "expertos" que han venido solicitando la desregulación de los mercados y la disminución de la información pública. También salen perjudicados los ejecutivos cuyos salarios variables dependen de la cotización bursátil de su empresa (stock options); los que esperan conseguir plusvalías en las privatizaciones y OPV pendientes de ejecución; los negocios de capital riesgo. Pero sobre todo va a perder solvencia la idea de un "capitalismo bursátil popular" que se creía instalado al socaire de varios años seguidos mercados alcistas que eran vendidos como mercados "sin riesgo".

A mí me parece estupendo todo esto. No me alegro por la gente que pierde dinero, pero sí que creo positivo que se depure el mercado de cantamañanas, vendedores de avaricias y estafadores. Y cuanto más se depure, mejor será para el dinero de los que tienen poco. La historia de la bolsa, que incluso cuenta con un refranero recopilado por Kostolany, enseña que alguien tiene que ganar, en un mercado "suma cero", a costa de alguien que pierda. Y suelen ser los inversores que llegan últimos los que estén más expuestos a perder más.

Ahora hay más pesimistas que optimistas. Por eso es que el fondo de mercado está más cerca. Muchos inversores avariciosos, que no se resignan a que sus ahorros produzcan en renta fija poco más que el crecimiento de la inflación, van a seguir yendo de burbuja en burbuja en busca de los ilógicos, pero bien reales que fueron, fabulosos beneficios de hace pocos años.

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el ahorro y el valor



1.“Todo hombre es rico o pobre según el grado en que pueda gozar de las cosas necesarias, convenientes y gratas de la vida. Será rico o pobre según la cantidad de trabajo ajeno de que pueda disponer”, dice Adam Smith.
A lo que responde Marx con la cuestión del valor:
“Nuestro posesor de dinero tendría que ser tan afortunado como para descubrir dentro de la esfera de la circulación, en el mercado, una mercancía cuyo valor de uso poseyera la peculiar propiedad de ser fuente de valor (Quelle von Werth), creación de valor (Wetschöpfung).” (Marx, El capital, -1873-, I, 4, 3)
El posesor del dinero se enfrenta al posesor del trabajo, estableciendo asi una relación práctica entre dos personas, pero sin ser miembros de una “comunidad” previa, sino personas individuales aisladas, libres, iguales, propietarias. El enfrentamiento “cara-a-cara” entre el que tiene dinero y el “pobre” nos remite a la “situación originaria” de la que parte Marx:
“En el estado primitivo y rudo de la sociedad, que precede a la acumulación de capital el producto íntegro del trabajo pertenece al trabajador”.
Para Hayek, Friedman, y para el mismo Rawls, el que haya ricos y pobres es un hecho cuasi-natural, de la suerte o el azar, pero no objeto de crítica económica o filosófica. Evidentemente, esta no es la posición de Marx.
Este tema lo trata Marx, sistemáticamente. Se ocupa de las condiciones de posibilidad del “contrato” y describe dicho enfrentamiento entre dos propietarios como “desigual”, no-equivalente, producto de una historia previa violenta.
Se trata de la cuestión práctica de la relación interpersonal, desde donde Marx describe la situación alienada del trabajo. Por ello le dio tanta importancia al presupuesto del contrato.
La separación entre la propiedad (del dinero) y (la propiedad de) el trabajo se presenta como ley necesaria del intercambio entre capital y trabajo. Lo sería positivamente el trabajo como actividad, como fuente viva (lebendige Quelle) del valor. El trabajo, que por un lado es la pobreza absoluta como objeto, por otro es la posibilidad universal de la riqueza como sujeto y actividad”. (Marx, Manuscritos, 61-63).
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La relación de interacción y de intercambio es por ello tan importante, para que no se aliene la acción ni el trabajo, y para que haya una verdadera dialéctica social.
De lo contrario, se imponen otras relaciones de dominio, de superioridad de la técnica y de sometimiento del trabajo. Se impone otro marco de otra ideología, que es no sólo la del capital, sino la de la despolitización, la neutralidad de las reglas para dominar con la técnica.
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Al abrigo de estas ideas que voy estudiando recientemente te dejo con estas reflexiones y cuestiones, al menos con un esbozo de ellas.
También me llegan desde México algunas ideas de la “filosofía de la liberación”, por eso estoy citando el pensamiento de Marx, pero desde esta filosofía se acentúa en la idea de que la “relación” práctica entre posesor-capital (“rico” para Smith) versus posesor-trabajo (“pobre”) es una “relación” cuasi-natural para la filosofía vinculada al capitalismo.
El “pobre” (para Smith y para Marx), antes que asalariado subsumido o alienado en el capital, es la condición de posibilidad de la existencia del mismo capital. El capital es, en último término, una “relación social (gesellschaftliche)”, no comunitaria, justificada por el modelo legitimador de la economía política capitalista (en el que debe incluirse a Rawls, y en parte a Ricoeur y Apel, en cuanto no críticos del todo de un tal modelo).
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Hoy día todo esto se encubre quizá con otras filosofías, que apuestan por otro tipo de relaciones o que intentan legitimar la relación de otra manera, seguiremos por ello tratando este tema.
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Te mando un saludo muy grande, querido amigo!!





1.El sentimiento resulta fácilmente manipulable y unas relaciones paternalistas pueden provocar un sentimiento de pertenencia por parte de quienes son objeto de ellas, y lo que determina efectivamente el éxito de una empresa no es el precio del trabajo sino la productividad de esa empresa, que depende de la eficiencia más que del precio.
Pero es bueno por ello “saberse” integrado y no solo “sentirse”, es decir, saberse miembro de una empresa, ser parte importante de un proyecto. Y esto mal se consigue con los trabajos precarios y los trabajos faltos de protección social.
El valor de los “recursos humanos” para la empresa es destacado por autores como Robert B. Reich que recuerdan que el trabajo constituye “la riqueza de las naciones”, el factor decisivo para recuperar la rentabilidad de las empresas. El verdadero desafío económico consiste en fomentar las capacidades de los miembros de las empresas y en compatibilizarlas con los requerimientos del mercado mundial.
Siguiendo la lectura de Adela Cortina desde aquí se urge añadir al “imperativo tecnológico” otros dos tipos de imperativos, si es que deseamos incrementar la productividad y competitividad de las empresas: el imperativo de “capacitación” de los miembros de la empresa, por el que aumenta su formación y cualificación, y el imperativo de la “incorporación” de tales miembros en el proyecto común, que exige, entre otras cosas, trabajos estables y protección social. La supresión de los costes sociales no reduce la competitividad necesariamente, como lo muestra el hecho de que justamente los países con más elevada protección social sean los más competitivos.
Las empresas más inteligentes no son entonces las que se pliegan a una “reingeniería social” que consiste en reducir plantilla y bajar los gastos salariales y de protección social, sino las que son capaces de aunar la eficiencia productiva con la eficiencia social.
El trabajo es el principal medio de sustento, pero además uno de los cimientos de la identidad personal, un vehículo insustituíble de participación social y política y una forma de educación y humanización difícilmente sustituíble.
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Todo ello, querido profesor, conecta con tus enseñanzas sobre estrategia y estudios de empresa, aunque esta no es mi especialidad, pero sin duda todo ello supone un reto que hay que integrar y una labor para ti que sigues haciendo con agrado y estando abierto al saber contemporáneo. Creo que, por eso, sí puedo agradecer éste tu espacio que nos permite ejercer nuestro derecho de opinión como ciudadanos.
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2.ishtar terra
16 de Enero, 2009 a las 4:36 am
En nuestros días nos encontramos con múltiples dificultades que obstaculizan la realización de un marco de empresa ética, más bien volvemos a inercias antiguas como la de creer que una empresa está hecha para proporcionar el mayor beneficio material posible a los accionistas, y que éste se consigue bajando los salarios, reduciendo las prestaciones sociales y disminuyendo la calidad del producto. Pero otras son nuevas, como la globalización o la financiarización de los mercados y otras dificultades a considerar como la precarización del trabajo en una sociedad del trabajo escaso, la nueva división en clases tal como se presenta en la llamada “sociedad del saber” y, por último, la nueva tendencia a cargar la responsabilidad social por las actividades que requieren solidaridad a un “tercer sector”, exonerando o librándoles a las empresas de la responsabilidad de convertirse en “emresas ciudadanas”.
Una auténtica ciudadanía económica exigida por el êthos de nuestras sociedades demanda al poder político realizar la tarea de la justicia que le corresponde y a las empresas asumir su responsabilidad social en las relaciones internas y externas.
Citando a Cortina en sus ideas sobre una ciudadanía ética de la empresa.
Un cordial saludo!!
3.Gustavo Mata
16 de Enero, 2009 a las 10:45 pm
Tus comentarios son los verdaderos posts de este blog. Mis posts parecen los comentarios a lo que nos escribes tú.
Gracias gentil Ishtar por todo lo que nos aportas.
Un saludo.


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Competitividad

La única vez que Adam Smith menciona “la mano invisible” en La Riqueza de las Naciones es después de haber alabado la política inglesa de altos aranceles en las Leyes de Navegación, y entonces añade que tras esa política proteccionista es como si una mano invisible hubiera impulsado a los consumidores ingleses a comprar productos industriales ingleses. La mano invisible no sustituyó en realidad a los altos aranceles hasta que la industria manufacturera, tras un largo periodo, resultó internacionalmente competitiva. Leyendo a Adam Smith de esa manera es posible argumentar que era un mercantilista mal entendido. Para él el punto clave era el ritmo con el que se iba imponiendo el libre comercio. Vale la pena señalar que entre Enrique VII y Adam Smith hubo tres siglos de rigurosa protección arancelaria.




el cambio de mentalidad




Cuando en 1967 visitamos el palacio presidencial del Perú durante mi segundo día de estancia en el país, el presidente Belaúnde acababa de regresar de un viaje a una zona aislada de la selva peruana, accesible únicamente en helicóptero, poblada por colonos alemanes llegados después de la primera guerra mundial. Ahora, aunque de tez más pálida y con ojos azules, vivían como otros peruanos en la selva. Muchos años después visité el estado brasileño meridional de Rio Grande do Sul, donde un gran número de colonos alemanes había creado industrias y bienestar. Por citar de nuevo a Francis Bacon: “Existe una diferencia muy notable entre la vida de los hombres en la parte más civilizada de Europa y en las regiones más salvajes y bárbaras de la Nueva India y esa diferencia no proviene del suelo, ni del clima, ni de la raza, sino de las artes (es decir, de las profesiones que se ejercen)”.

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Hay razones para ser optimistas. Las mentalidades y las instituciones cambian de forma relativamente rápida cuando se modifica la estructura de las actividades económicas. Los viajeros ingleses a Noruega a principios del siglo XIX veían pocas posibilidades de desarrollo en aquel país atrasado de granjeros borrachos; pero cincuenta años después era mucho lo que había cambiado. El profesor de Harvard David Landes utiliza una cita del Japan Herald de 1881 para subrayar la misma cuestión: “No creemos que todos (los japoneses) se enriquezcan algún día: las ventajas conferidas por la naturaleza, con excepción del clima, y el gusto por la indolencia y el placer de la propia gente lo prohíbe. Los japoneses son una raza feliz, y al contentarse con poco no es probable que se esfuercen por conseguir mucho más”. La dirección básica de la flecha causal del desarrollo es la descrita por Johann Jacob Meyen en 1769: “Se sabe que las naciones primitivas no mejoran sus costumbres y hábitos para hallar más tarde industrias útiles, sino justamente al revés”. El cambio de mentalidad acompaña al cambio en el modo de producción.

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