martes, 5 de octubre de 2010

Unamuno, por María Zambrano

Unamuno por María Zambrano


Ningún escritor español de ningún tiempo ha apresado con trazo firme e impalpable a la vez el vivir del pueblo y del individuo en él sumergido. Un vivir albergado en la religión tradicional, en la costumbre, en una procesión de días iguales. En un ir haciéndose memoria, yéndose al par hacia la muerte con la majestad e inocencia del río que discurre por su cauce, remansándose, demorándose en la mar.

En un morir que es hundirse dentro del mismo sueño que ha sido su vida; en un morir hacia dentro, hacia el corazón y las entrañas, hacia la tierra misma donde los muertos esperan en la huesa común. Muerte que es un dormirse el alma en un eterno ensueño en el hueco de las manos de Dios. Como si el ser de estas criaturas fuera solamente el sueño de la substancia de la vida que Dios recoge en un perdón total.

Es la piedad, la religión del corazón y de las entrañas que abraza, aun más que envuelve, al pueblo, los pueblos en su existencia concreta, entre cielo y tierra.
En Unamuno la naturaleza no existe por sí misma -la naturaleza al modo clásico pagano, o la naturaleza de los románticos-: las nubes, el viento, la lluvia, la nieve y el sol son alma, signo de la auténtica y total piedad.

Y por el alma, en el alma, la vida se desliza lenta y mansa, como lluvia sobre el lago; como nieve que se deshace, blanca, silenciosa en la tierra; como nube que recoge la cruda luz solar y diseña enigmáticas figuras de una inasible vida. Y por inasible imperecedera.

La piedad en Unamuno revela la vida del alma, la vida misma.
Fue en los umbrales de la madurez cuando la palabra de Unamuno se desata, como si algo en el fondo de su persona se hubiera deshelado; como si una suprema, última libertad le estuviera ganando.

Del sentimiento trágico de la vida, donde se concentra su cuestión, cuestión personal, estrictamente personal con la filosofía.
No es este libro la explicitación de una actitud anti o afilosófica, ni de un simple grito de rebeldía, ni de la denuncia de la vacuidad que para algunas almas la filosofía encierra.
Crisis del escritor que había de seguir necesariamente, como metafísica necesidad, al hombre que según hemos procurado señalar al comienzo de estas páginas, había “decidido obedecer a la Piedad”, como Antígona. Y la Piedad, la inmensa, la había tomado para sí, llevándolo a los confines de la existencia humana, haciéndole descender hasta los muertos, coetáneo con ellos y con el futuro de los nacidos, dejándolo, como ella hace, abandonado a veces en el océano del tiempo, de todo el tiempo, y enfrentándolo al par con el instante único en que palpita, hiere el fluir de lo eterno. Dejándolo solo con la muerte al lado. Y ciego a veces. Y aun peor, mudo.

Y no se le puede situar con Kierkegaard a quien Unamuno como se sabe fue uno de los primeros europeos en descubrir, el Kierkegaard de quien se sintiera hermano. Pues Kierkegaard hizo la crítica de la filosofía partiendo de la misma irreductible realidad de la existencia concreta del individuo, mas la hizo desde dentro de la filosofía misma. Y el recibir, como Unamuno, la semilla del cristianismo en su alma, ni le hizo dejar de ser filósofo, ni le hizo tampoco poeta; le hizo, sí, confesarse y aun confesar a la filosofía misma. Unamuno por su parte roza la confesión.

Y quizás de lo encarnizado de la argumentación contra la filosofía, especie de “manía persecutoria” contra ella, que no lo abandonará, pueda nacer la sospecha de que en algún momento haya sido tentado por ella. Pues pone en perseguirla esa saña que sólo suscitan los amores, los grandes amores que pudieron ser, o, como él diría “ex-futuro”.
Y entonces ¿qué género de inspiración -si no de conversión- entró en su alma? ¿Cómo, en qué forma se le hizo presente eso, eso que su alma y su conciencia, unida a veces y en disputa otras, encontraron al decidirse en la última dimensión de la existencia y de la verdad religiosamente? De otro modo, ¿cuál fue su inicial, sustantiva fe?

Fe, en definitiva, lo que habitaba en Unamuno. Mas la fe, así encontrada, empieza por ser fidelidad, apego, por lo menos, imposibilidad de despegarse de ciertas realidades, aunque todavía no se las eleve a verdad. La fe, propiamente, aunque sea a oscuras -esa del “carbonero” que a Unamuno le despierta cierta nosatalgia-, la fe tiene siempre un contenido recibido, visto, como verdad -visto, no pensado-. Fe es visión. Pero él, Unamuno, tiene ante todo sed. Y el sediento busca la fuente, la escondida, “aunque sea de noche”. Y todavía más, en la noche.
En la noche, en la tiniebla, en el impenetrable y blando sueño busca y encuentra Unamuno la fuente de su sed. Pues ¿no es acaso la fuente misma la que enciende la sed?
No es hambre de conocimiento, sino sed de vida lo que padece. Sed, la sed que lo es siempre de vida. Pues que el hambre, que también la padeció, el hambre es de otra cosa, como se verá -incluida el hambre de conocimiento. Y el hambre no es en las “naturalezas religiosas” lo primero ni lo que más atenaza. Lo es la sed, pues viene del corazón que no descansa, ni quiere; que pide como a él le piden, sin tregua.

La sed de vida, aunque parezca distinción innecesaria, es sed de vivir. Pues que si fuera sed de vida sin más se aplacaría con esta vida que tiene y que aveces el ser -el hombre- siente no poder con toda ella.
La vida así sin más es excesiva y por momentos se extiende como una totalidad imposible de recorrer; una totalidad imposible de que pase. El sentir elemental que a “la vida” se refiere es de que hay que hacerla pasar, se se mira como acción, o de que tiene que pasar, si el sujeto yace en la pasividad.

La vida no despierta sed, porque se la ve -se presenta- como estando o, peor aún, como siendo. El vivir es otra cosa.

Vivir, sí. Y para ello no basta y aun puede sobrar la vida, ésta que se presenta, que está ahí, extendida y extendiéndose inabarcable. Y es la moral, un acto moral lo que la acepta como tarea. Pero esto sólo se da en el centro de un cierto tipo de filosofías, y tiene otra raíz diferente de la sed, otro vital fundamento.
Si vivir fuera algo, sería sed, interminable, y el que la padece no tiene visión de la vida, de la humana con su forma, aspecto o estructura por mínima que sea. Tiene a lo más la visión del agua, herida que se abre, don que vivifica. No quiere la vida del sediento, sino ser vivificado, que es distinto, ser convertido en viviente del todo y de verdad. Y en ello bien puede llegar hasta rechazar la vida.
Dice Unamuno -Poesías, 1907- “No busques luz, mi corazón, sino agua”.
“Y bebas la verdad”, “a oscuras”. Pues que de verdad se trata y en la oscuridad es verdad de fe; de fe mas antes que vista, bebida, sorbida. ¿Para no ser absorbido el corazón por el sol, y no ser al sol sacrificado?

No parece muy posible declarar con mayor claridad el apego a las tinieblas. El alma no se pierde en ellas, se siente seguro como en su lugar propio, “su lugar natural”. Que no es un simple lugar, sino un regazo oscuro: un nido. Un lugar donde seguir naciendo, pues que vivir debe ser eso: seguir naciendo.
Seguir naciendo hacia dentro, “en la entrañada entraña en que vuelve el espíritu a sí mismo”. Entraña que está dentro, a su vez, del abismo. Y el abismo es seno de Dios que baña, agua oscura.
El espíritu vuelve a sí mismo , se diría que sólo entonces es sí mismo de verdad, uno con el alma, y se adentra, se esconde en el abismo de la divinidad que es regazo, regazo oscuro y allí bebe la verdad que fluye de la eternidad; la eterna verdad que es vida.
Vuelve pues el espíritu -se diría con palabra unamuniana- desnaciendo al abismo donde fue creado; ese abismo de las aguas sobre el que flotaba el espíritu del Señor en el alba de la creación. Vuelve a seguir siendo creado. Las tinieblas y su agua oscura, que el corazón bebe, son las tinieblas de la creación, y el agua que de ellass mana.

Y en esta inicial fe, que más que fe es apego, memoria del alma de su nacimiento primero, Unamuno está emparentado, más que con Kierkegaard,, con el maestro Eckhart, que fue, como teólogo que era, mucho más lejos, pues su fe era también fe especulativa.

Y en Unamuno se da sin ser apenas tocado de pensamiento, como un místico sin método, como un poeta.

Y un místico sin método no es propiamente un místico, ya que sin un cierto método ell “desnacer” queda en un instante tan sólo, por fecundo que sea, no se transforma en proceso, no se consuma en lo posible. Unamuno no se dispone a desnacer hasta el fin de su ser nacido.

Aparecen pues las visiones del amor eterno viniendo del abismo, del agua oscura regenradora. Visiones de amor, que habrán de ser ellas y no otras, el contenido de la fe, sustentadoras de la esperanza.
Y había de ser así, había de nacer, estas “visiones”, aun de las tinieblas, pues que la sed del corazón que en ellas bebe es sed de seguir naciendo. Y ¿es que es posible seguir naciendo sin alcanzar, de algún modo, a tener visión?

La condición del Sol aparece un tanto descifrada, en cuanto astro habitante del cielo, al final de tan esencial poema:
Y esa misma agua mansa …
sustancia es de los cielos de que llueve,
y el cielo mismo el cielo que se mueve
el coro de las luces siderales,
verás, si miras bien cómo se asienta
y cómo en el vacío
la Tierra sobre el cielo se sustenta:
el cielo está a tus pies, corazón mío.

Las “visiones del amor eterno” han alzado el alma sobre los astros, sobre el cielo mismo. Sin duda porque al adentrarse en las tinieblas de su origen en el nido, en la cuna donde sigue siendo creada, ve los astros, los cielos mismos como criaturas ya creadas de una vez, sólo por una vez, vida tan sólo, mientras que el corazón sediento se abreva en el vivir eterno. El oscuro corazón.

¿Y la palabra, la palabra que es luz? ¿Será ella ese follaje, hijo de la luz y que en luz se baña y mece? Quedaría la palabra condenada o al menos en entredicho como en los místicos, que sin embargo han de hablar, dando la palabra al mismo tiempo que la borran. Pues que la palabra es luz, ¿cómo puede manifestar la divina tiniebla que el alma padece y que el alma sustenta? Lo que allí sucede es indecible y la palabra dice “siempre”. ¿Puede acaso suspenderse de decir, la palabra? La palabra, como el ver, es nacimiento “aquí”. ¿Puede ella aompañar el desnacerse del alma, puede desnacerse ella misma?
Unamuno no es un místico, pues que no sigue, bordea la fase inicial, y hombre de pensamiento al fin, y de voluntad desde un principio, reconoce y expresa esa su experiencia, ese su sentir y la angustia, el agónico conflicto que depara.
Mas es tanta su fe en la palabra, tanto su apego a ella, su amor, que el conflicto, en verdad, en la palabra no llega a plantearse. Otro será el lugar donde aparezca. La ama así, aun despojadaa de lo que parece ser su esencia y su función, el decir y el sentido.
Pues que de “las visiones del amor eterno” se queda sin saber. En el nido, en la cuna que flota, en las oscuras aguas, no sabe.
Hablar, pues, sin decir nada para dejar el alma toda; sin decir nada, para decir algo que abrace el silencio.
Hablar sin sentido, en desconocida o en ninguna lengua, para hablar la lengua de la esperanza.
De la esperanza, que se revela necesaria, pues que el hombre que vuelve acá de las tinieblas, no sabe. Mas ¿saber es acaso, para el que en las tinieblas tiene su cuna, necesario? ¿No sufrirá el sediento corazón de un hambre, de alguna esencial, sustantiva hambre? Y si la sed engendra visiones, el hambre, hambre de ser, pide conocimiento.

Y antes de darse a este hambre, conoce la destrucción de la palabra. Diríase que la entrega, que la sacrifica en prenda. Que la destrucción de la palabra sea el sacrificio ofrecido para obtener el aplacamiento del hambre que ya le atormenta. Hambres más bien, pues que es hambre de ser que se sustenta de esperanza, y hambre de darse, de dar el alma toda. Que quien padece estas hambres no sólo quiere comer, sino ser comido.
Y la palabra sacrificada se ofrece casta, blanca, palabra sola, alma de palabra.
Y este tema de la palabra que lo dice todo, palabra de una lengua desconocida que irrumpe en la ignorancia, en el no saber, se presentará siempre en la poesía de Unamuno y hasta en su prosa, testimonio de su adhesión a la tiniebla, prenda de sacrificio, ofrenda suprema a la ilimitada esperanza de la que cada vez más ávidamente se irá sustentando.
Lo que por un momento parecía iba a ser método, no lo es; era, es, ofrenda y sacrificio.

No insiste Unamuno en el sacrificio, ni tan siquiera en la ofrenda. Su dar es otro, aunque del sacrificio tenga la comunicación trascendente y de la ofrenda lo que en ella hay siempre de voto. Un cierto voto lo hay desde el principio en Unamuno: el mantenimiento de la voluntad que sostiene a la originaria, metafísica hambre de ser. Y así alzada por la voluntad, el hambre de ser alcanza a ser pasión de existir.
Sed de vivir, hambre de ser, pasión de existir. Lo que necesariamente tiene que dar una vida y una historia de pasión, pues todas las dimensiones de la vida humana le sirven de alimento y de instrumento. Y junta la pasión del padre con la pasión del hijo -en lo humano, se entiende- a imagen y semejanza.
No sólo en su vida ha querido ser padre don Miguel; quiso con devoradora pasión engendrar en la historia. Por momentos hacía sentir, estando aún en vida, que quisiera ser padre de todos los españoles, es decir: de España. Y que la amase con la furiosa pasión del que quiere dar vida y ley. Y se le sentía combatir con algún oscuro dios ibero, lo que por otra parte era algo que flotaba en el aire de la España de entonces. Recuérdese el poema “Al dios ibero” de Antonio Machado.

Fue en ello, en este amor casto. Trasciende de toda su obra que lo fue en todo. Sus poemas, cuando no son de tierra, maternal, fecunda tierra, son de nieve; nieve de alta cumbre mirada tan sólo por el cielo y que al deshelarse arrastra su azul y su silencio. Nieve que cuando cae en la tierra se deshace; blancura: “Flores del cielo los copos, blandos lirios derretidos”. Por su celeste blancura, la historia es tocada por un momento de algo que si no la salva, a ella, salva al hombre que la vive, de ella; de su asfixiante, azacanante brega; de su cortedad.
En la blancura de la nieve y de Dulcinea hay ya una presencia de luz; pues que son figuras, formas de luz.
Pero está la muerte que también puede ser blanca, ante ella la muerte personificada y ante la vida se produce un moviemiento pendular entre resignación e irresignación.
La resignación en este lugar estación de la historia de su espíritu, se alía a la memoria y a la muerte. La memoria es como el lugar donde hundirse dulcemente en la blandura de lo ya sido. Reaparece la piedad, la religión de las entrañas y del corazón.
Y hay hasta un equivalente de “el cielo está a tus pies, corazón mío”, en el soneto “Mi cielo”; uno de los más esplendorosos que se hayan logrado en lengua castellana y que no resistimos a transcribir entero:
Días de ayer que en procesión de olvido
lleváis a las estrellas mi tesoro
¡No formaréis en el celeste coro
que ha de cantar sobre mi eterno nido?
¡Oh, Señor de la vida! No te pido
sino que ese pasado por que lloro
acabo en rolde a mí vuelto sonoro,
me dé el consuelo de mi bien perdido.
Es revivir lo que viví mi anhelo
y no vivir de nuevo nueva vida,
hacia un eterno ayer haz que mi vuelo
emprenda sin temor a la partida,
porque Señor no tienes otro cielo
que de mi dicha llene la medida.”

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Sueño, muerte, vida. El sueño contiene tanto la vida como la muerte. Pues que la vida y la muerte no están separadas abismáticamente y son, en Unamuno, casi indiscernibles. La vida no acaba con la muerte, sino que se hunde en ella, como en un ancho, maternal regazo, como en el sueño inicial donde van a dar todos los sueños, hasta los de la esperanza inalcanzable. La esperanza no se extingue con la muerte, se hunde en ella con un sueño, sustancia de la videa misma, que la muerte acoge y alberga. La muerte no acaba con la vida, pues la vida ella sola -lo vimos desde el principio- ella, la vida, no la trasciende, está tan muerta como la muerte, que a su vez tiene su vida. Y morir si sólo se ha tenido vida, es quedarse donde siempre se estuvo, en los brazos de la muerte. En el sueño que de la muerte tiene el dormir y de la vida, el soñar.
Leemos en el soneto “Muerte”:
“Eres sueño de un Dios; cuando despierte
¿al seno tornarás de que surgiste?”

Sueño de un dios … Ésta es la duda trágica que acomete a Unamuno cuando las oscuras aguas de la divina tiniebla le devuelven al “aquí”, donde no puede conformarse sino con ser. Ser él, con toda su terrenal vida. Y la vida, sueño de la muerte, no da certidumbre de ser, da hambre y el hambre aceptada por la conciencia y elevada a voluntad, crea la duda. Pues que la duda nace de la soledad, necesariamente. De esa soledad que se hace como una sustancia, cuando la voluntad del individuo se ensimisma, se hace una con el “sí mismo” individual.
Percibe entonces la nada. Y si la conciencia no ha perdido su lucidez, se ve en todo su desvalimiento. Al afirmarse a sí mismo, con toda su voluntad, el individuo paradójicamente conoce la insuficiencia de este su “absoluto”. Y entonces se enfrenta al mismo tiempo con Dios y con la posibilidad del ateísmo.
Unamuno poéticamente une estos dos momentos, pues al no resignarse a no existir, no se resigna a que Dios no exista. Es su combate, su trágica lucha. Y manifiesta así, vive, la tragedia cristiana, en un doble sentido.
Porque al protagonista de tragedia, de la clásica griega, se le puede explicar la sentencia de Píndaro, que Unamuno repite como un motivo constante en su obra, especialmente en la no poética. En la poética lo alude más bien. Que “el hombre es el sueño de una sombra” o “sombra de un sueño” o “de sueño”, dice él. Bajo la luz de los dios olímpicos y la sombra del dios desconocido que puede no existir o no existir todavía, Edipo se arrancó los ojos al verse engañado y Antígona entró viva en el sepulcro “por haber servido la Piedad”. Antígona más próxima del despertar cristiano, hubiera podido, de haberse quedado aquí, llegar al borde de ese momento, plenitud de lo trágico que Unamuno expresa en forma pura en el soneto “La oración del ateo” de Rosario:
“Oye mi ruego, Tú, Dios que no existes,
y en tu nada recoge éstas mi quejas...
¡Que grande eres mi Dios!
Eres tan grande
que no eres sino Idea...
Sufro yo a tu costa,
Dios no existente, pues si tú existieras
existiría yo tabién de veras.”

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En verdad, esto Antígona no lo hubiera podido decir, pues que en la religión suya, en la piedad griega, faltaba la noción del Dios existente, y a ella en particular la soledad que nace de la voluntad de ser. Es una queja precristiana, mas dentro ya del cristianismo. La queja que sólo la presencia, el conocimiento de Cristo, puede desatar. Si ateísmo fuera, sería un ateísmo “positivo” que sólo en el cristianismo histórico se puede dar.
Pues que Cristo ha revelado la existencia de Dios, que sin Él, es Señor de la Vida, o Dios del Ser. Ni Job puede quejarse de esa manera; se quejó solamente de haber nacido impuramente, de haber de morir y mientras tanto de padecer injusticia. Y aunque en el fondo de todo ello latiera la queja de no ser y de no existir, no pudo hacerse explícita. Faltaba “lo positivo”, el contenido de la esperanza que es, cuando no actúa eficazmente, lo que desata la desesperación.
Pues que esta desesperación que Unamuno tan lúcidamente manifiesta es la desesperación de la suprema revelada esperanza.

El Cristo-luna hacedor de Dios

De la esperanza nace la desesperación en este momento trágico. Y de entre la desesperación se alza la esperanza, cobrando de ella su fuerza. La duda, pues, la intelectual o racional queda sobrepasada por esta dialéctica de la desesperación y de la esperanza que dibuja un extraño movimiento que ya no es pendular, sino más bien como de espiral: la eterna esprial en que se resuelven las contradicciones del espíritu.
Y la esperanza que se yergue, la esperanza actualizada, apetece y necesita luz y visión. Pues que la esperanza activa es la prosecución de nacer.
Y nacer es darse a la luz. Aparecer en la luz a ser visto y a ver o, a lo menos, mirar es ya haber nacido, pero como simple hecho. Mas cuando se anhela seguir naciendo hay que darse a la luz.

Y aunque Unamuno no tenga conciencia de ello, es inevitable el que le suceda. Es su conflicto con la luz que inevitablemente se le presenta en cierto momento de esa lu larga pasión. Asoma entreverado en muchos de sus poemas.
Es el poema a Cristo muerto, al que se hunde en la muerte, en la cruz.
El Cristo mediador que recoge en las tinieblas de su muerte la luz de Dios. En la muerte, en la tiniebla, que así no quedan condenadas ni abandonadas. Unamuno no puede despegarse de las tinieblas donde su ser se siente acunado.
No se lanza a existir de un salto -en esto también muy diverso de Kierkegaard y de cualquier otro filósofo, en quien el “salto existencial” se dé en una manera o en otra. Es decir, que reaparece comprobada su negación del método o modo de la filosofía, su camino de poeta.
No se despega de las tinieblas, de la noche; Cristo es Luna de Dios en la noche humana y por ello se humaniza. Y por ello es el Hombre el único. Por Cristo el hombre existe, puede existir -¿luna de esa Luna?-
Así los hombres quedarían a solas frente a la muerte, de donde Cristo irradia la luz del Dios vivo, que de no ser así, los hombres quedarían a solas frente a la muerte, inexistentes, dejados de Dios. Pues que los hombres no pueden dejar de vivir en las tinieblas, su medio. Y su vida no puede dejar de ser sueño. Sólo Él vigila.

Y es presencia y mirada; presencia de abismo de la divinidad que en él muestra su blancura.
Y como no hay presencia viva sin mirada, ni luz de verdad sin mirada, Cristo mira dentro de sí, en el Sol.
La religión poética de Unamuno llega en este punto a bordear lo insondable. Este Sol, el único, el Sol de la vida del alma -Sol de Dios- “alborea”, lo que ni siquiera se puede parafrasear diciendo: “es el alba eterna de las almas vivas”, porque no es lo mismo.

Y esta luz es inconfundible con la de la pura razón, con la del puro conocimiento. No desmiente el agua que en la oscuridad del alma bebía en las divinas tinieblas. Pues que es agua también, agua viviente: sangre, luz derretida:

“Te envuelve Dios, tinieblas de que brota
la luz que nos rechazas; escondida
sin tu pecho, su espejo. Tú le sacas
a la noche cerrada el entresijo
de la Divinidad, su blanca sangre,
luz derretida; porque Tú, el Hombre,
cuerpo tomaste donde la incorpórea
luz que es tinieblas para el ojo humano
corporal en amor se incorporase.
Tú hiciste a Dios, Señor, para nosotros.”

Y así Dios existe. Y el hombre Unamuno puede darse a la palabra, que es su modo de darse a la luz.

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