El taller de las mariposas
Este cuento es para Ana María, que sonríe en cada aleteo de las mariposas. Para Lutz y Salva, que siempre le ven sonreír.
Las mariposas no pesan casi nada. Son leves. Son apenas como el pestañeo de la luz del sol, como si al sol le picaran los ojos y parpadeara rojo o amarillo.
Como las hay de tantos colores, se podría pensar también que son estornudos del arcoiris... o pedacitos que se le desprenden cuando el arco no queda completo.
Hace mucho tiempo, las mariposas no existían.
Los Diseñadores de Todas las Cosas sólo tenían permiso para diseñar, por separado, los animales del Reino Animal y las flores, frutas y plantas del Reino Vegetal.
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Había, sin embargo, entre los diseñadores, un joven muy inquieto que se llamaba Odaer a quien esta prohibición le molestaba mucho porque a él le gustaba pensar en cómo mezclar las especies y hacer experimentos. Odaer era muy ingenioso y siempre estaba armando cosas con las manos. El y un grupo de sus amigos se reunían a escondidas en una cueva en medio de la floresta y hablaban y discutían sobre todo lo que se podría crear si los Diseñadores de Todas las Cosas tuvieran un espíritu menos rígido y fueran más atrevidos.
-Un árbol que cantara como pájaro o un ave que en vez de huevos pusiera frutas- decía Odaer a sus amigos.
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La secreta obsesión de Odaer era, sin embargo, la de hacer una mezcla entre un pájaro y una flor. Este era su proyecto más acariciado, en el que pensaba día y noche, sin poder, por más que se esforzaba, darle una forma con su imaginación a algo que pudiera a la vez volar como un pájaro y ser tan bello como una flor.
Tanto tiempo se pasaban Odaer y sus amigos inventando qué inventar en la cueva en medio de la floresta, que la Anciana Encargada de la Sabiduría, jefa de los Diseñadores de Todas las Cosas, se preocupó y decidió hacer algo que impidiera que las ideas de Odaer se hicieran populares e hicieran peligrar la armonía de la creación.
Un día, la Anciana Encargada de la Sabiduría mandó a llamar a Odaer y sus amigos y los regañó severamente:
-El orden del cosmos está basado en la armonía -les dijo- en leyes cuya perfección se encuentra en la sencillez. Para que aprendan que hasta las cosas más pequeñas están diseñadas con toda sabiduría y no se les ocurra burlar la leyes de la Creación, hemos decidido darles un nuevo trabajo -anunció.
La Anciana descorrió las pesadas cortinas de su habitación y los muchachos pudieron ver, al otro lado, un viejo taller polvoso cuyas paredes estaban tejidas con telas de arañas.
-De ahora en adelante trabajarán en el Taller de los Insectos -señaló la Anciana.
El Taller de los Insectos tenía mala reputación entre los Diseñadores de Todas las Cosas. Lo consideraban de poca importancia porque los insectos eran pequeños y sólo se encargaban de limpiar las florestas de hojas secas y desperdicios. Además, producían picaduras y molestias a los animales grandes y sus larvas se comían las hojas de los árboles. Los Diseñadores de Insectos eran tímidos, usaban gruesos espejuelos y se mezclaban poco con los demás. Su mayor orgullo era el de haber creado las arañas de cuyas telas resistentes y prodigiosas estaban muy satisfechos.
-¡Pero los insectos no son bellos! -se quejó Odaer.
-¿Y quién dice que no pueden serlo? -argumentó la Anciana- Háganlos bellos. De ustedes depende. Tienen toda la libertad para diseñarlos como mejor les parezca Pueden hacer insectos muy diferentes; insectos que canten o que se confundan con las plantas; que se parezcan a la hierba o a las hojas. La única regla que deben observar es la de no mezclar el Reino Vegetal con el Reino Animal.
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Odaer y sus amigos salieron cabizbajos de la morada de la Anciana Encargada de la Sabiduría. Por la noche, después de cenar, se reunieron en la cueva en medio de la floresta a lamentarse de su suerte.
-Imagínense en lo que fuimos a parar: ¡diseñar insectos! -dijo Oleb, golpeando con desesperación una roca.
Los demás guardaron silencio hasta que Etra dijo:
-Podemos inventar un insecto que brille como una estrella y llamarlo Luciérnaga.
-Podemos inventar un insecto que cante más fuerte que un pájaro -dijo Asum- y llamarlo Grillo.
-Podemos inventar uno que salte como canguro y llamarlo Saltamontes -dijo Rotnip.
Poco a poco los demás dejaron de lado su pesadumbre y mal humor y al rato todos intervenían proponiendo nuevas clases de insectos.
-Yo diseñaré uno que sea como tortuga pero con un caparazón rojo con círculos negros... un Escarabajo -dijo Oleb.
-Y yo uno que sea verde, verde como la esperanza -decía Odaer.
Por fin se fueron a dormir excitados con la idea de que la nueva tarea podría, a fin de cuentas, darles la oportunidad de bellos y divertidos diseños.
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Odaer se entretuvo por varios días en el Taller de los Insectos, diseñando complicadas criaturas tornasoladas. Diseñó también una diminuta pero de gran fuerza a quien llamó Hormiga. Sin embargo, no se sentía satisfecho. Al poco tiempo, su obsesión de crear una criatura que fuera una mezcla entre pájaro y flor, volvió a atormentarlo. No le gustaba el Taller de los Insectos con sus paredes de tela de araña y sus ancianos diseñadores de gruesos espejuelos. Preferiría ir a sentarse al lado del estanque y perderse en sus meditaciones.
En el mundo de los Diseñadores de Todas las Cosas había regiones donde las estaciones nunca cambiaban. Por ejemplo, había una donde siempre era invierno para que los diseñadores encargados de los grandes animales de la zona fría pudieran tener tiempo para meditar en el diseño de los grandes Osos Blancos o del elegante traje de los Pingüinos.
A la orilla del estanque donde se sentaba Odaer a pensar, siempre era verano; el sol resplandecía alto en el cielo, los árboles estaban plenos de hojas y frutas, y multitud de pájaros volaban y cantaban haciendo contorsiones en el cielo.
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Odaer se quedaba extasiado viendo los colores intensos de la Naturaleza, preguntándose una y otra vez cómo lograr darle forma a su sueño de algo que fuera como un pájaro y una flor, una criatura alada que, en un parpadeo, mostrara la maravilla de su belleza.
E traslado al Taller de los Insectos y la prohibición de la Anciana Encargada de la Sabiduría había hecho su misión aún más complicada. A Odaer no le gustaban los insectos. Etra discutía con él diciéndole que eran importantes, que servían de mensajeros a los árboles y flores que no podían moverse de un lugar a otro como los animales.
Ella había diseñado y esto le daba mucho orgullo a la Abeja que transportaba el polen de las flores y además, fabricaba miel deliciosa. Pero la abeja era peluda, pequeñita y gorda. Odaer quería diseñar algo de gran belleza. Algo sublime como el arcoiris que había diseñado su abuelo, luego de soñar un sueño en el que el sol se daba chapuzones en el agua.
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Los amigos de Odaer trataban de consolarle, pero el muchacho cada día se tornaba más callado y solo. En las noches era posible verlo, cuando todos descansaban, inclinado sobre su mesa en el taller, probando un dibujo tras otro, mezclando y mezclando formas, sin lograr lo que se proponía.
Los experimentos de Odaer empezaron a ser motivo de risa para los Diseñadores más experimentados.
-Miren ese muchacho terco -decían- empeñado en diseñar algo único, como si pudiera diseñar algo mucho mejor que todo lo que ya existe.
Una noche Odaer salió dando gritos del taller. Había puesto unas alas de membranas muy finas a un pequeño y simpático ratoncito que merodeaba por su sala y había creado un pequeño animal negro y feo: el Murciélago.
Mientras corría huyendo de su propia creación, Odaer podía escuchar las risas de los demás, burlándose de él.
-Debes de tener cuidado, Odaer -le conminó la Anciana Encargada de la Sabiduría-. En tu búsqueda del diseño perfecto, puedes crear monstruos. Tu afán de hacer la vida más agradable y bella, puede resultar, si no eres cuidadoso, en dolor y miedo para otras criaturas de la naturaleza.
-Pero yo quiero crear algo bello- lloraba Odaer.
-La búsqueda de la belleza y de la perfección está llena de tropiezos. Muchos se han perdido en el camino. Ten cuidado -repitió la Anciana.
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Al día siguiente, cuando Odaer legó al lugar donde siempre se sentaba al lado del estanque, se encontró con un perro.
-Este es mi lugar -le dijo-. Por favor, deja que me siente.
-Me haré un lado -dijo el Perro-. Yo me acomodo en cualquier parte.
Soy feliz con sólo tener un lugar donde echarme.
-Ah -exclamó Odaer-. A veces a mí también me gustaría ser como tú, ser feliz con que las cosas sean como son, pero no puedo. No podré descansar hasta que no pueda diseñar algo que sea tan bello como un pájaro y una flor.
-No veo por qué te atormentas tanto -le dijo el Perro-. A nadie parece importarle que no exista eso que tu quieres diseñar. Quédate tranquilo, vive tu vida, no molestes a nadie y nadie te molestará.
-Pero yo tengo un sueño que puede traer más belleza y armonía al mundo -dijo Odaer-. Si renuncio a él sólo porque hay quienes no me comprenden y se burlan de mí, tendría que dejar de creer en la belleza y en la importancia de perseguir los sueños hasta el final.
-Yo no tengo sueños de hacer nada. Para mí la vida es tenderme en la grama, dormir, comer y pasear con quien me quiera llevar.
-Tu vida es muy sencilla -dijo Odaer- porque nunca te has sentido responsable por nada.
-Si alguien ataca a mi dueño, lo defiendo. Me siento responsable de eso -replicó el Perro.
-Ya ves, pero para mí la vida no consiste sólo en defenderse. Me siento responsable por hacerla más bella para los demás. Me gustaría pensar que muchas plantas, animales y seres humanos disfrutarán con la belleza de mis diseños... si es que algún día logro lo que quiero.
-Lo lograrás -dijo el Perro, levantándose sobre sus cuatro patas, ya aburrido de tanta conversación y con deseos de estirar las piernas.
-¿Por qué lo dices? -preguntó Odaer.
-Porque a mí me sucede. Si sueño con un hueso cuando duermo y lo sigo soñando despierto, generalmente lo encuentro.
Y con esto el Perro se fue saltando alegremente por la pradera.
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