viernes, 31 de diciembre de 2010

empirismo, dogmatismo, escepticismo, criticismo

Javier Muguerza

Kant no desconocía las estadísticas de su tiempo, con las que alguna vez acreditó hallarse familiarizado. Pero su modelo de ciencia natural es un modelo presidido por el determinismo causal, de acuerdo con el cual la explicación y la predicción de un fenómeno son el anverso y el reverso de una misma moneda. Ahora bien, semejante simetría entre explicación y predicción de los fenómenos naturales -que ni siquiera tendría por qué concurrir en otros ámbitos de una ciencia natural del tipo de la física, tal y como sucede, por ejemplo, en el ámbito de la mecánica cuántica- está lejos de darse, desde luego, en el terreno de las ciencias sociales. En ellas, el científico que mejor o peor logra explicar un determinado fenómeno social -supongamos, el estallido de una revolución- no se halla, por principio, en situación de predecirlo con pareja seguridad. Y la simetría obedece en este caso a la sencilla razón de que los actores sociales, que pueden contribuir -en una medida en que evidentemente no lo pueden hacer los astros- a acelerar el cumplimiento de la predicción, pueden también contribuir a que la predicción no se cumpla, es decir, a frustrar su cumplimiento.
Tal distinción entre self-fulfilling y self-defeating prophecies, que es hoy el lugar común en la teoría sociológica, no gozó de extendido reconocimiento ni en el propio pensamiento social del siglo XIX. Si, por ejemplo, Marx hubiera reparado efectivamente en ella -como alguna que otra vez pareció dar la sensación de hacerlo-, habría sin duda sido más cauteloso en la formulación de sus tan traídas y levadas predicciones sobre el derrumbe de la economía capitalista. Y hasta es posible que las hubiera formulado en clave para no poner sobre aviso a sus adversarios políticos, que era el truco del que Melquíades, el personaje de Cien años de soledad de Gabriel García Márquez, se valía en orden a evitar que los eventuales lectores de sus profecías tratasen de impedir que se cumplieran.

La tradición de la metafísica racionalista de inspiración remotamente leibniziana, fue sistematizada por Christian Woolf en la primera mitad del siglo XVIII, de quien Kant toma influencia. Woolf sostenía que todos los entes que componen la realidad han de ser posibles (es decir, no contradictorios) y existen en virtud de una razón suficiente (puesto que nada acontece sin razón), de suerte que el principio de no-contradicción y el de razón suficiente se bastarían para explicar todo cuanto hay, como en el caso de esas entidades que son el yo, el mundo y Dios, respectivamente estudiadas por la psicología racional, la cosmología racional y la teología racional.
En lo que se refiere a Hume, y por más que Kant no vacile en atribuirle la hazaña de haberle despertado de “el sueño dogmático”, la deuda precisa de alguna matización.
En líneas generales, el escepticismo empirista humeano parece preferible al dogmatismo racionalista woolfiano, pero no está tan claro, en cambio, que el empirismo constituya la teoría del conocimiento más adecuada para satisfacer las necesidades del pensamiento científico, como la de dar cuenta, por ejemplo, del funcionamiento del principio de causalidad. Cuando la piedra lanzada por un muchacho rompe el cristal de una ventana, lo único que empíricamente percibimos es una sucesión de hechos -el lanzamiento de la piedra y la subsiguiente rotura del cristal-, pero no así el nexo causal entre uno y otro, que sería absurdo reducir a la simple secuencia temporal de nuestras percepciones (nadie diría, pongamos por caso, que la undécima campanada del reloj sea la causa de la duodécima cuando oímos dar la hora al mediodía). Frente a la pretensión empirista de que no hay nada en el entendimiento que no se halle con antelación en los sentidos (nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu), un Leibniz habría respondido que ciertamente no lo hay salvo el entendimiento mismo (nisi intellectus ipse).

Si Hume despertó pues a Kant del sueño dogmático, previniéndole contra tentaciones racionalistas como la de atribuir a Dios la causalidad de la existencia del mundo al margen de cualquier posibilidad de confirmar empíricamente tal hipótesis, cabría decir que Leibniz le previno de incurrir en el sueño escéptico y abandonarse a la tentación de renunciar a cualquier esfuerzo por ir más allá de lo empíricamente dado, con la funesta consecuencia de impedir al sujeto cognoscente la posibilidad de contribuir activamente a la organización intelectual del conocimiento científico en lugar de someterse pasivamente a los rudos y crudos datos suministrados por los objetos conocidos de conformidad con los cánones empiristas.
A esta inversión de los papeles convencionalmente asignados al objeto y al sujeto del conocimiento le aplicaría curiosamente Kant el nombre de “revolución copernicana”, reservando la denominación de “criticismo” para su propia alternativa destinada a superar a un mismo tiempo las limitaciones del dogmatismo y del escepticismo.
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empirismo
Mientras las percepciones nos son dadas en la experiencia, la conexión de causa y efecto, imperceptible en sí misma, que hipotéticamente establecemos entre los hechos percibidos, constituye algo puesto por nuestro entendimiento y cuya relación con nuestros sentidos no se produce de antemano sino con posterioridad a su establecimiento, a saber, cuando la experiencia se encargue de confirmar la hipótesis en cuestión (como por ejemplo en el caso, bastante más complicado que el del nexo causal entre el lanzamiento de la piedra y la rotura del cristal, de la confirmación de un nexo de esa índole entre la interacción de la Tierra y la Luna, por un lado, y el fenómeno empíricamente observable de las mareas por el otro).
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Además de curiosa o por mejor decir chocante la autoaplicación de la metáfora de la “revolución copernicana” tal vez peque de desafortunada y no le falte alguna razón a Bertrand Russell para recalificar a la de Kant de “contrarrevolución ptolomeica”, pues lo que viene a sugerir es que -por analogía con el enfrentamiento entre el geocentrismo de Ptolomeo y el heliocentrismo de Copérnico- el filósofo de Königsberg habría vuelto a colocar al hombre, analogado de la Tierra en la que habita, como centro del cosmos en tanto que sujeto del conocimiento, haciendo girar en torno de sí mismo a los objetos de ese conocimiento analógicamente asimilados al Sol y a los demás planetas. Pero si lo que Kant hubiera querido decir, sencillamente, es que la magnitud de su propia “revolución” filosófica resulta comparable en este orden a la de la revolución astronómica de Copérnico en el suyo, la verdad es que sería difícil regatearle esa importancia, pues la kantiana divide sin más en dos la historia entera de la filosofía.
Descontando el difuso precedente del humanismo renacentista que hemos visto, la reivindicación del protagonismo del sujeto en la filosofía moderna se remonta cuando menos a Descartes, pero la de Kant es a la vez más sobria y más sofisticada que la cartesiana. El sujeto de que habla Kant no es el “yo substancial” de la metafísica racionalista precisamente inaugurada con Descartes y que vendría a ser para el criticismo incognoscible, pues no hay manera alguna de confirmar empíricamente la hipótesis de su existencia (Kant reservará para esa supuesta substancia -la res cogitans del cogito, ergo sum- la denominación de sujeto metafísico o “yo nouménico” en cuanto diferente del sujeto empírico o “yo fenómenico”, donde la diferencia entre el homo phaenómenon y el homo noúmenon estribaría en su accesibilidad o inaccesibilidad a nuestros sentidos), pero dicho sujeto tampoco se reduce a una recoleccion de inconexas percepciones de sí o “apercepciones”, como lo querría el empirismo antimetafísico humeano, pues el yo del “yo pienso” o cogito habrá de acompañar invariablemente a todo acto de conocimiento, incluidas las apercepciones en cuestión, dando pie así a su atribución a un “sujeto” que de algún modo oficiaría como la “condición de posibilidad” de cualesquiera objetos o hechos en cuanto conocidos (y semejante yo que condiciona tal posibilidad recibirá en la jerga kantiana el nombre de sujeto o “yo trascendental”, con lo que la doctrina kantiana en su conjunto, es decir, el criticismo pasará a ser llamado ahora trascendentalismo).

Semejante autonomía moral del sujeto excluye la posibilidad de que lo que éste tenga por su deber, de acuerdo con el dictado de la voz interior de su conciencia, se reduzca a lo que le dicten los estímulos exteriores del mundo del ser -bajo la forma, supongamos, de motivaciones extramorales, como la satisfacción de sus pasiones o de sus intereses-, algo que podría dar la sensación de haber sido oscuramente entrevisto por Hume al advertir contra la falacia consistente en extraer conclusiones normativas (como la de que “debo” hacer tal y tal cosa) a partir de premisas fácticas (como la de que tal y tal cosa “es” placentera o provechosa); pero mientras que la falacia denunciada por Hume no pasaba de onstituir una falacia lógica y el propio Hume incurría en ella de vez en cuando sin empacho a impulsos del hedonismo o el utilitarismo, la falacia cuya denuncia le urgía a Kant era una falacia ética que apuntaba al núcleo mismo de su revolución copernicana en el terreno de la moral, amenazando con desposeer al sujeto de su papel central en beneficio no sólo ya de instancias extramorales como sus pasiones o sus intereses, sino también de otras instancias aparentemente morales, pero inmorales en su fondo, como las que pretendan subordinar la autonomía de dicho sujeto a alguna autoridad de orden superior, bien sea la del poder político de que un déspota se prevale para atentar contra la libertad de conciencia de los individuos, bien sea la del mismísimo Dios bíblico cuando, según veíamos antes a propósito del sacrificio de Isaac, no repara en aplastar en sus siervos esa libertad y someterla al despotismo de su omnipotencia, por más que finalmente no llegara a llevar hasta sus últimas consecuencias la tan humillante como macabra prueba de la obediencia de Abraham. Comoquiera que sea, la revolución copernicana de Kant en su filosofía moral (y no menos que en ésta en su filosofía política) ha podido ser tachada de “revolución rousseaniana”. Y la huella de Rousseau en Kant -más que la de ningún otro ilustrado, cosa que aquél sólo lo fue muy matizadamente- se dejará apreciar con fuerza en la respuesta de éste a la pregunta “¿Qué es la Ilustración?”
En el texto de Kant que ostenta dicho título -Contestación a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración? De 1784-, Kant aventura una famosa caracterización de esta última:
Ilustración significa el abandono por parte del hombre de una minoría de edad de la que él mismo es culpable. Esta minoría de edad significa la incapacidad para servirse de su entendimiento sin verse guiado por algún otro. Y uno mismo es el culpable de dicha minoría de edad cuando su causa no reside en la falta de entendimiento, sino en la falta de valor y de resolución para servirse del suyo propio sin la guía de algún otro. Sapere aude! ¡Ten el valor de servirte de tu propio entendimiento! Tal es el lema de la Ilustración.
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Kant no renunciaría a esperar que los filósofos en el amplio sentido que les llevaba a congregar a la Filosofía en sus facultades con las Ciencias y Humanidades de acuerdo con el espíritu de las antiguas Facultades de Artes, pudieran influir desde la Universidad en la “orientación de los fines del Estado” hacia la consecución de una sociedad más libre.

Uno de los últimos textos que publicaría Kant bajo el epígrafe de “Replanteamiento de la pregunta sobre si el género humano se halla en continuo progreso hacia lo mejor” y estas palabras referidas a la Revolución Francesa hacen honor a su talante y dan por otra parte fe a la honda huella de Rousseau en su pensamiento.
“Esa revolución encuentra en el ánimo de todos los espectadores una simpatía que colinda con el entusiasmo y cuya exteriorización lleva aparejado un riesgo, lo cual no puede tener otra causa que una disposición moral en el género humano.
Con arreglo a ciertos barruntos e indicios en nuestros dias, creo poder pronosticar al género humano, aún cuando sin ninguna intención profética la consecución de la meta que persigue, así como que a partir de ese momento ya no se darán ciertos retrocesos en su progreso hacia lo mejor, pues un fenómeno semejante en la historia humana no se olvidará jamás. Y por más que no se alcanzase con aquel acontecimiento la meta proyectada y la revolución o la reforma de la constitución del pueblo acabara fracasando, o si todo hubiera de volver en definitiva a su antiguo cauce tras un determinado plazo de duración (tal como profetizan actualmente los políticos) el pronóstico filósofico no perdería, ello no obstante, nada de su fuerza, pues se trata de un acontecimiento demasiado grandioso, demasiado estrechamente implicado con el interés de la humanidad y demasiado extendido por doquier en su influjo a través del mundo, como para no ser rememorado por los pueblos cuandoquiera que se dé la ocasión propicia y evocado por ellos con el fin de repetir nuevas tentativas de esa índole.

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En la recesión del 73, el daño sobre la actividad y el empleo fueron terribles, globales y duraderos. No existe recuerdo alguno de aquella recesión. El olvido siempre ayuda a vivir y si el dinero es barato y abundante el olvido es más rápido todavía, la quiebra fiscal les aterroriza, porque ya no tiene capacidad de generar más ahorro, una vez que el precio de los activos se ha derrumbado. En los nueve círculos del infierno que describe Dante Aligheri en La Divina Comedia, Virgilio guía a Dante a través de un sendero de tormentos que, alegóricamente, se corresponde con los pecados. En una suerte de justicia poética, Dante muestra cómo quienes en vida leían el futuro de los demás se ven obligados a caminar con la cabeza mirando siempre hacia atrás.
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