miércoles, 29 de diciembre de 2010

los pueblos viejos, y cómo sobrevivió Cósima Wagner a Richard Wagner

Cósima sobrevivió a Wagner cuarenta y siete años, durante los cuales llevó encendida la antorcha del wagnerismo y controló con mano férrea los derechos de autor, la organización y el programa del Festival de Bayreuth, la divulgación de la gran obra de su marido, y todo hay que decirlo, mostró también su apoyo al movimiento antisemita y el recién nacido nazismo, del que era una devota total. Cosima liszt, señora de Wagner, murió en 1930 a la edad de noventa y dos años.

En cuanto a Ludwig II, volvió a relacionarse con Wagner al cabo de unos años de su distanciamiento y nunca dejó de aapoyarle económicamente, tanto que al final colaboró de manera decisiva en la construcción de una mansión para los Wagner en Bayreuth, y de un teatro de ópera, una especie de templo wagneriano levantado única y exclusivamente para que se presentasen en él las obras de su idolatrado Richard.

Sabiduria para la existencia.

Los pueblos jóvenes sacrifican la dicha a la eficacia, y no admiten la legitimidad de ideas contradictorias, la coexistencia de posiciones antinómicas.

Todos sus éxitos les vienen de su salvajismo, pues lo que cuenta en ellos no son sus sueños, sino sus impulsos.

¿Que se inclinan a una ideología? Aviva su furor, hace valer su trasfondo bárbaro y les mantiene despiertos. Cuando los pueblos viejos adoptan una, les embota, mientras les dispensa esa pizca de fiebre que les permite creerse vivos de algún modo: ligero empujón de lo ilusorio…
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Ya no más aventuras colectivas, no más ciudadanos, sino individuos lívidos y desengañados, capaces todavía de responder a una utopía, a condición, sin embargo, de que venga de fuera, y de que no deba tomarse la molestia de concebirla. Si antaño morían por el sinsentido de la gloria, ahora se abandonan a un frenesí reivindicador; la «felicidad» les tienta.

Apostar a la desaparición de los instintos guerreros, creer en la generalización de la decrepitud o del idilio, el ver lejos, demasiado lejos: la utopía es presbicia de los pueblos viejos.

A lo máximo, concebimos la dicha; nunca la felicidad, privilegio de las civilizaciones fundadas sobre la idea de salvación y sobre la negativa a saborear sus males, a deleitarse en ellos; pero no como sibaritas del dolor, retoños de una tradición masoquista.

¿Quién nos columpiará entre el Sermón de Benarés y el Heautontimoroumenos? «Soy la herida y el puñal»: tal es nuestro absoluto, nuestra eternidad. (Verso del poema de Baudelaire «Heautontimoroumenos»).

Hemos elegido desaparecer por nuestras obras, no por nuestros silencios: nuestro futuro se lee en la risotada de nuestros rostros, en nuestros rasgos de profetas mortecinos y afanosos.
Mientras teníamos el prejuicio de la vida, abrazábamos un error que nos ponía en pie de igualdad con los otros…

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